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Una-tierra-prometida (1)

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la ciudad turística egipcia de Sharm el-Sheij antes de que el grupo se

trasladara de nuevo a la residencia de Netanyahu en Jerusalén. Hillary y

Mitchell informaron de que las conversaciones fueron sustanciales. En

ellas, Estados Unidos ofreció estímulos a ambas partes, incluidos generosos

paquetes de ayuda y hasta la posibilidad de liberar anticipadamente a

Jonathan Pollard, un estadounidense condenado por espiar para Israel que

se había convertido en un héroe para muchos israelíes de derechas.

Pero no sirvió de nada. Los israelíes se negaron a prolongar el cese de la

construcción de asentamientos. Los palestinos se retiraron de las

negociaciones. En diciembre de 2010, Abás amenazó con acudir a Naciones

Unidas para solicitar el reconocimiento de un Estado palestino y a la Corte

Penal Internacional para que juzgara a Israel por supuestos crímenes de

guerra en Gaza. Netanyahu amenazó con hacer más difícil la vida a la

Autoridad Palestina. George Mitchell intentó poner las cosas en perspectiva

y me recordó que, durante las negociaciones para acabar con el conflicto en

Irlanda del Norte, habían «tenido setecientos días malos y uno bueno». Aun

así, parecía que, al menos a corto plazo, la puerta a un acuerdo de paz se

había cerrado.

En los meses posteriores, pensé a menudo en mi cena con Abás,

Netanyahu, Mubarak y el rey Abdalá, en aquella pantomima, en su falta de

determinación. Insistir en que el viejo orden de Oriente Próximo se

perpetuaría indefinidamente, creer que los hijos de la desesperación no se

rebelarían contra quienes lo mantenían... Resultó que esa era la mayor

ilusión de todas.

En la Casa Blanca habíamos debatido con frecuencia los desafíos a los que

se enfrentaban a largo plazo el norte de África y Oriente Próximo. Puesto

que los petroestados no diversificaban sus economías, nos preguntábamos

qué ocurriría cuando desaparecieran los ingresos del petróleo.

Lamentábamos las restricciones impuestas a mujeres y niñas, unas

restricciones que les impedían ir a la escuela, trabajar o, en algunos casos,

incluso conducir. Comentábamos el crecimiento estancado y su impacto

desproporcionado en las jóvenes generaciones de los países araboparlantes:

los menores de treinta años representaban alrededor de un 60 por ciento de

la población y sus índices de desempleo duplicaban a los del resto del

mundo.

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