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Una-tierra-prometida (1)

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oficialmente, ya que era el mes del Ramadán y teníamos que confirmar que

el ayuno religioso había terminado antes de sentarnos a cenar.

Bajo la suave luz del antiguo comedor familiar, cada uno expuso su

visión para el futuro. Hablamos de predecesores como Begin, Sadat, Rabin

y el rey Husein de Jordania, que tuvo el coraje y la sabiduría de salvar

viejas diferencias. Hablamos de los costes de un conflicto interminable, de

los padres que nunca volvían a casa y de las madres que habían enterrado a

sus hijos.

Para un simple observador, podía parecer un momento de esperanza, el

comienzo de algo nuevo.

Pero, una vez terminada la cena, cuando los líderes volvieron a sus

hoteles y me senté en la sala de los Tratados a repasar los informes del día,

no puede evitar sentir una leve inquietud. Los discursos, las conversaciones

banales y la familiaridad: todo parecía demasiado cómodo, casi ritualizado,

una actuación en la que cada uno de los cuatro líderes probablemente había

participado en docenas de ocasiones, diseñada para aplacar al último

presidente estadounidense que pensaba que las cosas podían cambiar. Los

imaginé estrechándose la mano después, como actores que se quitan el

disfraz y el maquillaje entre bastidores antes de regresar al mundo que

conocían: uno en el que Netanyahu podía achacar la ausencia de paz a la

debilidad de Abás a la vez que hacía todo lo posible para que siguiera

siendo débil; uno en el que Abás podía acusar públicamente a Israel de

crímenes de guerra mientras negociaba contratos empresariales con los

israelíes, y uno en el que los líderes árabes podían lamentarse de las

injusticias que padecían los palestinos por la ocupación a la vez que sus

fuerzas de seguridad internas aplastaban despiadadamente a los disidentes e

insatisfechos que podían poner en peligro el poder que ostentaban. Y pensé

en todos los niños, ya fuera en Gaza, en asentamientos israelíes o en las

esquinas de El Cairo y Amán, que crecerían conociendo más que nada la

violencia, la coacción, el miedo y el fomento del odio porque, en el fondo,

ninguno de los líderes con los que me había reunido creían que fuera

posible otra cosa.

Un mundo sin ilusiones. Así lo llamarían.

Israelíes y palestinos acabarían reuniéndose solo en dos ocasiones para

mantener conversaciones de paz directas: una vez en Washington, el día

después de la cena en la Casa Blanca, y doce días después, para una

conversación en dos partes: cuando Mubarak acogió a los negociadores en

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