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Una-tierra-prometida (1)

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—¿Has olvidado algo? —pregunté.

Me miró y sacudió la cabeza, incrédula.

—No puedo creer que hayas conseguido todo esto: la campaña, el libro.

Todo.

Asentí y la besé en la frente.

—Habichuelas mágicas, nena. Habichuelas mágicas.

Normalmente, lo que más le cuesta conseguir a un senador novato en

Washington es que la gente preste atención a cualquier cosa que haga, pero

yo acabé teniendo el problema contrario. En relación con mi estatus real de

senador recién llegado, la expectación que me rodeaba había llegado a

extremos cómicos. Los periodistas insistían a diario en conocer mis planes,

y sobre todo me preguntaban si tenía intención de presentarme a presidente.

Cuando, el día que juré mi cargo, un reportero me preguntó: «¿Cuál

considera que es su lugar en la historia?», me reí y expliqué que acababa de

llegar a Washington, ocupaba el puesto noventa y nueve entre los cien

senadores por antigüedad, aún no había emitido ni un solo voto y ni siquiera

sabía dónde estaban los aseos en el Capitolio.

No estaba haciéndome el interesante. Lograr un escaño en el Senado ya

había sido algo suficientemente improbable de por sí. Estaba encantado de

estar allí, y tenía muchas ganas de empezar a trabajar. Para contrarrestar

todas esas expectativas desaforadas, mi equipo y yo nos fijamos en el

ejemplo que ofrecía Hillary Clinton, que había llegado al Senado cuatro

años antes entre un gran alboroto y se había labrado una reputación de

diligencia, enjundia y atención a sus electores. Ser un caballo de tiro, no de

exhibición; ese era mi objetivo.

Nadie tenía un temperamento más apropiado para llevar a la práctica esta

estrategia que mi nuevo jefe de gabinete, Pete Rouse. Rondaba los sesenta

años, tenía el pelo canoso y la complexión de un oso panda, y llevaba casi

treinta años trabajando en el Capitolio. Su experiencia —venía de ser jefe

de gabinete de Tom Daschle— y su amplia red de contactos en la ciudad

hacían que la gente se refiriese a él afectuosamente como el «senador 101».

Contra la imagen estereotipada de los profesionales de la política en

Washington, Pete tenía alergia a los focos, y —tras una fachada jocosa y

hosca— casi se diría que es tímido, lo que ayudaba a explicar su prolongada

soltería y el cariño indulgente hacia sus gatos.

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