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Una-tierra-prometida (1)

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Viernes Santo en 1998, que puso fin a décadas de conflicto entre católicos y

protestantes en Irlanda del Norte.

Empezamos solicitando un cese temporal de la construcción de nuevos

asentamientos israelíes en Cisjordania, un escollo importante entre ambas

partes, para que las negociaciones pudieran llevarse a cabo con seriedad.

Con el tiempo, la construcción de asentamientos, en su día limitada a

pequeños reductos de creyentes religiosos, se había convertido en una

política gubernamental de facto y, en 2009, había unos trescientos mil

colonos israelíes viviendo fuera de las fronteras reconocidas del país. Por su

parte, los constructores seguían levantando ordenadas subdivisiones en y

alrededor de Cisjordania y Jerusalén Este, la zona disputada y

predominantemente árabe de la ciudad que los palestinos esperaban

convertir algún día en su capital. Todo ello se hizo con la bendición de unos

políticos que, o bien compartían las convicciones religiosas del movimiento

colono, o bien veían un beneficio político en apoyarlos, o bien estaban

interesados en reducir la escasez de viviendas en Israel. Para los palestinos,

la explosión de asentamientos representaba una anexión a cámara lenta de

su tierra y un símbolo de la impotencia de la Autoridad Palestina.

Sabíamos que Netanyahu probablemente se resistiría a la idea de detener

las construcciones. Los colonos se habían convertido en una fuerza política

relevante y su movimiento estaba bien representado en el Gobierno de

coalición. Además, este se quejaba de que el gesto de buena fe que

pediríamos a cambio a los palestinos (que Abás y la Autoridad Palestina

dieran pasos tangibles para dejar de incitar la violencia en Cisjordania) era

mucho más difícil de medir. Pero, dada la asimetría de poder entre Israel y

los palestinos (no había mucho que Abás pudiera dar a los israelíes que

estos no pudieran coger ellos mismos), me pareció razonable pedir a la

parte más fuerte que diera un primer paso de mayor envergadura hacia la

paz.

Como cabía esperar, la respuesta inicial de Netanyahu a la propuesta de

frenar la creación de asentamientos fue sin duda alguna negativa, y sus

aliados de Washington no tardaron en acusarnos públicamente de debilitar

la alianza entre Estados Unidos e Israel. Los teléfonos de la Casa Blanca

empezaron a sonar sin parar mientras los miembros de mi equipo de

seguridad nacional atendían llamadas de periodistas, líderes de

organizaciones judías estadounidenses, simpatizantes destacados y

miembros del Congreso que se preguntaban por qué acosábamos a Israel y

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