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Una-tierra-prometida (1)

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Mis primeras conversaciones con Netanyahu, tanto por teléfono como

durante sus visitas a Washington, habían ido bastante bien pese a nuestras

visiones tan distintas del mundo. Le interesaba especialmente hablar sobre

Irán, que veía, y con razón, como la mayor amenaza para la seguridad de

Israel, y acordamos coordinar esfuerzos para impedir que Teherán obtuviera

armas nucleares. Pero, cuando planteé la posibilidad de retomar las

conversaciones de paz con los palestinos, respondió con claras evasivas.

«Quiero asegurarle que Israel desea la paz —dijo Netanyahu—. Pero una

paz verdadera debe satisfacer las necesidades de seguridad de Israel.» Me

dijo que creía que Abás era reacio o incapaz de alcanzarla, y que eso era

algo que pensaba enfatizar en público.

Entendía su argumento. Si la negativa de Netanyahu a entablar

conversaciones de paz nacía de la creciente fortaleza de Israel, la renuencia

del presidente palestino Abás obedecía a la debilidad política. Este, con

cabello y bigote blancos, una actitud apacible y movimientos pausados,

había ayudado a Arafat a fundar el partido Fatah, que más tarde se

convertiría en la formación dominante de la OLP, y pasó gran parte de su

carrera gestionando iniciativas diplomáticas y administrativas a la sombra

del carismático presidente. Era la opción preferida de Estados Unidos e

Israel para liderar a los palestinos tras la muerte de Arafat, en gran parte

debido a su reconocimiento inequívoco de Israel y su duradera renuncia a la

violencia. Pero su cautela innata y su voluntad de cooperar con el aparato

de seguridad israelí, así como los persistentes rumores de nepotismo y

corrupción en su Administración, habían dañado su reputación ante su

pueblo. Después de perder el control de Gaza frente a Hamás en las

elecciones legislativas del 2006, veía las conversaciones de paz con Israel

como un riesgo que no merecía la pena correr, al menos sin algunas

concesiones tangibles que le otorgaran protección política.

La pregunta inmediata era cómo convencer a Netanyahu y Abás de que

se sentaran a la mesa de negociaciones. Al buscar respuestas, recurrí a un

talentoso grupo de diplomáticos, empezando por Hillary, quien conocía bien

estos problemas y ya había mantenido relación con muchos de los actores

principales de la región. Para subrayar la elevada prioridad que otorgaba a

la cuestión, nombré a George Mitchell, exlíder de la mayoría en el Senado,

enviado especial para la paz en Oriente Próximo. Era una vuelta al pasado,

un político agresivo y pragmático con un marcado acento de Maine que

había demostrado sus aptitudes pacificadoras al negociar el Acuerdo de

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