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Una-tierra-prometida (1)

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criticaban la política israelí con demasiada estridencia se arriesgaban a ser

tachados de «antisraelíes» (y posiblemente de antisemitas) y se enfrentaban

a un oponente bien financiado en las próximas elecciones.

Yo mismo me había visto afectado en algunos aspectos durante mi

campaña presidencial, ya que ciertos seguidores judíos afirmaban haber

tenido que responder en sus sinagogas y en cadenas de correos electrónicos

a acusaciones de que yo no respaldaba suficientemente a Israel o de que

incluso era hostil hacia el país. No atribuían esas campañas de rumores a

ninguna postura que yo hubiera adoptado (mi apoyo a la solución de dos

estados y mi oposición a los asentamientos israelíes eran idénticos a las

posturas de los otros candidatos), sino a mis manifestaciones de

preocupación por los palestinos de a pie; a mis amistades con ciertos

detractores de la política israelí, incluyendo a un activista y estudioso de

Oriente Próximo llamado Rashid Khalidi; y al hecho de que, tal como dijo

Ben Rhodes con rotundidad, era «un hombre negro con nombre musulmán

que vivía en el mismo barrio que Louis Farrakhan e iba a la iglesia de

Jeremiah Wright». El día de las elecciones acabé recibiendo más del 70 por

ciento del voto judío, pero, para muchos miembros de la junta del AIPAC,

yo seguía siendo sospechoso, un hombre con lealtades divididas, alguien

cuyo apoyo a Israel, tal como lo expresó ocurrentemente un amigo de Axe,

no «sentía en sus kishkes », o «entrañas» en yidis.

«La paz no progresa», me había advertido Rahm en 2009, «cuando el

presidente estadounidense y el primer ministro israelí tienen orígenes

políticos distintos». Habíamos estado hablando del reciente retorno de Bibi

Netanyahu como primer ministro de Israel después de que el Likud lograra

formar un Gobierno de coalición de corte derechista, a pesar de haber

conseguido un escaño menos que su principal opositor, el partido más de

centro Kadima. Rahm, que durante un corto espacio de tiempo había sido

voluntario civil en el ejército israelí y había ocupado la primera fila en las

negociaciones de Bill Clinton en Oslo, estaba de acuerdo en que debíamos

intentar retomar las conversaciones de paz entre Israel y Palestina, aunque

solo fuera porque eso podía impedir que la situación empeorara. Pero Rahm

no era optimista y, cuanto más tiempo pasaba yo con Netanyahu y Mahmud

Abás, su homólogo palestino, más entendía por qué.

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