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Una-tierra-prometida (1)

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considerada, incluso por algunos de sus partidarios, como una organización

ineficaz y corrupta.

Lo más importante era que las actitudes israelíes hacia las conversaciones

de paz se habían endurecido, en parte porque la paz ya no parecía tan

crucial para garantizar la seguridad y prosperidad del país. El Israel de los

años sesenta que seguía grabado en el imaginario popular, con sus comunas

kibutz y el racionamiento periódico de suministros básicos, se había

convertido en una potencia económica moderna. Ya no era el intrépido

David rodeado de Goliats hostiles; gracias a decenas de miles de millones

de dólares en ayuda militar estadounidense, las fuerzas armadas israelíes no

tenían rival en la región. Los atentados terroristas y los ataques en Israel

prácticamente habían cesado, en parte gracias a que este había erigido entre

su país y los centros de población palestinos de Cisjordania un muro de más

de 640 kilómetros, puntuado por controles ubicados estratégicamente para

vigilar la entrada y salida de trabajadores palestinos de Israel. De vez en

cuando, el lanzamiento de misiles desde Gaza seguía poniendo en peligro a

los habitantes de las ciudades fronterizas de Israel, y la presencia de colonos

judíos israelíes en Cisjordania en ocasiones desencadenaba refriegas

mortíferas. Pero, para la mayoría de los residentes de Jerusalén o Tel Aviv,

los palestinos eran prácticamente invisibles y sus dificultades y

resentimientos algo inquietante pero remoto.

Considerando todo lo que ya tenía entre manos cuando fui elegido

presidente, habría sido tentador hacer todo lo posible por gestionar el statu

quo , aplastar cualquier nuevo brote de violencia entre facciones israelíes y

palestinas y, por lo demás, ignorar el caos. Pero, teniendo en cuenta las

preocupaciones más generales en política exterior, llegué a la conclusión de

que no podía seguir ese rumbo. Israel continuaba siendo un aliado clave

para Estados Unidos y, aunque las amenazas se habían reducido, aún sufría

atentados terroristas que representaban un peligro para los miles de

estadounidenses que vivían o viajaban allí. Al mismo tiempo, casi todos los

países del mundo consideraban que la ocupación permanente de los

territorios palestinos era una violación de la ley internacional. A

consecuencia de ello, nuestros diplomáticos se hallaban en la incómoda

posición de tener que defender a Israel por acciones a las cuales nos

oponíamos. Las autoridades estadounidenses también tenían que explicar

por qué no era una hipocresía que presionáramos a países como China o

Irán por su historial de derechos humanos a la vez que mostrábamos escaso

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