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Una-tierra-prometida (1)

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Bush, se pavoneaba sobre su sueño de consolidar una mayoría republicana

permanente.

Por nuestra parte, Michelle y yo estábamos exhaustos. Mi equipo calculó

que, en los dieciocho meses anteriores, me había tomado exactamente siete

días de descanso. Dedicamos las seis semanas previas a mi toma de

posesión como senador de Estados Unidos a pequeños asuntos caseros que

habíamos desatendido bastante. Volé a Washington para reunirme con

quienes pronto serían mis colegas, entrevistar candidatos a formar parte de

mi equipo, y buscar el piso más barato que pudiese encontrar. Michelle

había decidido que las niñas y ella se quedarían en Chicago, donde contaba

con un círculo de apoyo de familiares y amigos, por no hablar de un trabajo

que realmente le encantaba. Aunque la idea de vivir separados tres días a la

semana durante buena parte del año hacía que se me encogiera el corazón,

su lógica era irrebatible.

Por lo demás, no dedicamos demasiado tiempo a pensar en lo que había

ocurrido. Pasamos las Navidades en Hawái con Maya y Toot. Cantamos

villancicos, hicimos castillos de arena y vimos a las niñas abrir sus regalos.

Lancé al mar un collar de flores en el lugar donde mi hermana y yo

habíamos esparcido las cenizas de mi madre y coloqué otro en el

cementerio del Pacific National Memorial, donde estaba enterrado mi

abuelo. Tras Año Nuevo, toda la familia voló a Washington. La noche

anterior a mi toma de posesión, Michelle estaba en el dormitorio de nuestra

suite de hotel preparándose para una cena de bienvenida para los nuevos

miembros del Senado cuando recibí una llamada de mi editora. El discurso

en la convención había aupado la reedición de mi libro, que había estado

agotado durante cuatro años, hasta lo más alto en la lista de los más

vendidos. Mi editora me llamaba para felicitarme por este éxito, y por el

hecho de que tuviésemos un acuerdo para un nuevo libro, esta vez con un

adelanto espectacular.

Le di las gracias y colgué el teléfono justo cuando Michelle salía del

dormitorio en un reluciente vestido de gala.

—Estás guapísima, mami —dijo Sasha.

Michelle dio una vuelta sobre sí misma para las niñas.

—Bueno, chicas, portaos bien —dije, y les di un beso antes de

despedirme de la madre de Michelle, que iba a cuidarlas esa noche.

Íbamos por el pasillo hacia el ascensor cuando de pronto Michelle se

detuvo.

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