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Una-tierra-prometida (1)

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Sabía que no se equivocaba. Y si era derrotada, podíamos perder el

Senado, y con él cualquier posibilidad de sacar adelante la Ley DREAM

algún día, una reforma migratoria integral o cualquier otra ley. ¿Cómo

debería yo sopesar ese riesgo frente a los destinos inmediatos de los jóvenes

que había conocido: la incertidumbre y el miedo con los que se veían

obligados a vivir a diario, la posibilidad de que, sin previo aviso, cualquiera

de ellos pudiese ser detenido en una redada del ICE, encerrado en una celda

y enviado a un país que sería tan ajeno para ellos como lo habría sido para

mí?

Antes de colgar, Claire y yo hicimos un trato para intentar cuadrar el

círculo. «Si tu voto es el que nos permite llegar a sesenta —dije—, entonces

esos chicos te necesitarán, Claire. Pero si nos quedamos muy cortos no hay

necesidad de que te sacrifiques por nosotros.»

El Senado votó la Ley DREAM un sábado nuboso, una semana antes de

Navidad, el mismo día que votó la derogación de la DADT. Vi en el

pequeño televisor del despacho Oval con Pete Souza, Reggie y Katie cómo

iban pasando lista y hacían el recuento de los votos a favor: 40, 50, 52, 55.

Hubo una pausa y la cámara quedó en suspenso: la última oportunidad para

que algún senador cambiase de opinión antes de que el mazo cayese por

última vez.

Nos habíamos quedado a cinco votos.

Subí por las escaleras hasta el segundo piso del Ala Oeste y me dirigí al

despacho de Cecilia, donde había estado viendo la votación con su joven

equipo. La mayoría de los presentes estaban llorando, y repartí abrazos a

todos. Les recordé que gracias a su trabajo habíamos estado más cerca de

que se aprobase la ley DREAM que en cualquier intento anterior; y que,

mientras siguiésemos allí, tendríamos la tarea de seguir presionando hasta

que consiguiésemos nuestro objetivo. Todos asintieron en silencio, y volví

al piso de abajo. En mi escritorio, Katie había dejado una copia de la lista

de votos. La repasé con el dedo y me percaté de que Claire McCaskill había

votado «sí». Le pedí a Katie que llamase a Claire por teléfono.

—Creí que votarías «no» a menos que estuviésemos cerca de aprobar la

ley —dije cuando descolgó.

—Maldita sea, señor presidente, yo también lo creía —respondió Claire

—. Pero cuando llegó el momento de registrar mi voto, y empecé a pensar

en los chavales que habían venido a mi despacho... —Se le cortó la voz,

embargada por la emoción— no podía hacerles eso. No podía dejar que

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