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Una-tierra-prometida (1)

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En lo referente a la inmigración, todo el mundo estaba de acuerdo en que el

sistema no funcionaba. El proceso de inmigrar de manera legal a Estados

Unidos podía durar una década o más, en muchas ocasiones en función de

cuál fuera el país de origen y de cuánto dinero tuviese la persona.

Entretanto, la brecha económica entre nosotros y nuestros vecinos del sur

impulsaba a cientos de miles de personas a atravesar cada año de manera

ilegal los tres mil cien kilómetros de la frontera entre Estados Unidos y

México, en busca de trabajo y una vida mejor. El Congreso había gastado

miles de millones de dólares en reforzar la frontera, con vallas, cámaras,

drones y un cuerpo de policía de fronteras cada vez más numeroso y

militarizado. Pero en lugar de detener el flujo de inmigrantes, estos pasos

habían estimulado el crecimiento de una industria de traficantes de personas

—los «coyotes»— que ganaban grandes sumas de dinero mediante el

transporte de cargamentos humanos en condiciones inhumanas y en

ocasiones mortíferas. Y aunque el cruce de la frontera por parte de

migrantes pobres mexicanos y centroamericanos era lo que recibía más

atención por parte de políticos y medios de comunicación, alrededor del 40

por ciento de los inmigrantes ilegales llegaban a Estados Unidos a través de

los aeropuertos u otras vías legales de entrada y permanecían en el país

después de que su visado hubiese expirado.

Se calculaba que en 2010 vivían en Estados Unidos unos once millones

de personas indocumentadas, gran parte de ellas plenamente insertadas en el

tejido de la vida estadounidense. Muchos llevaban años residiendo en el

país, tenían hijos que eran ciudadanos estadounidenses por el hecho de

haber nacido en suelo nacional o que habían llegado a una edad tan

temprana que eran estadounidenses en todos los sentidos salvo por un trozo

de papel. Sectores enteros de la economía dependían de su mano de obra,

pues los inmigrantes indocumentados a menudo estaban dispuestos a hacer

los trabajos más duros y desagradables a cambio de un exiguo jornal:

recoger las frutas y verduras que llenaban los estantes de nuestros

supermercados, limpiar los suelos de las oficinas, lavar platos en

restaurantes y cuidar de los ancianos. Pero aunque los consumidores

estadounidenses se beneficiaban de esta mano de obra invisible, muchos

temían que los inmigrantes les estuviesen quitando puestos de trabajo, que

supusiesen una carga para los programas de servicios sociales y que

estuviesen alterando la composición racial y cultural del país, lo que los

llevaba a exigir que el Gobierno actuase contra la inmigración ilegal. Este

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