Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

rollo de película que se proyecta hacia atrás y hacia delante en el tiempo, ytu voz va elevándose hasta estar a punto de quebrarse porque, durante uninstante, lo sientes en lo más profundo; puedes verlo en su totalidad. Hasestablecido conexión con un espíritu colectivo, algo que todos conocemos ya lo que aspiramos —una sensación de conexión que disuelve lasdiferencias que existen entre nosotros y las sustituye por una gigantesca olade ilusión—, y como todas las cosas que más importan, sabes que elmomento es efímero y que pronto el hechizo se romperá.Antes de esa noche creía que entendía el poder que tienen los medios.Había visto cómo me habían catapultado los anuncios de Axe hasta laprimera posición en las primarias, que desconocidos de pronto hacían sonarel claxon y me saludaban desde sus coches, o los niños se me acercabancorriendo en la calle y me decían con gran seriedad: «Te he visto en la tele».Pero esta era una visibilidad de otra magnitud: una transmisión en directoy sin filtros a millones de personas, con fragmentos que llegaron a millonesde personas más a través de los telediarios de las cadenas de televisión porcable y de internet. Cuando abandoné el escenario, sabía que el discursohabía ido bien, y no me sorprendió en absoluto la pasión de la gente que seagolpaba para saludarnos en los distintos actos de la convención al díasiguiente. Pero, aunque la atención que recibí en Boston fue muygratificante, imaginé que sería algo circunstancial. Supuse que seríanadictos a la política, gente que sigue este tipo de cosas minuto a minuto.Inmediatamente después de la convención, Michelle, las niñas y yometimos nuestros bártulos en una autocaravana y partimos en un viaje deuna semana hacia la región al sur de Chicago, pensado para mostrar a losvotantes que seguía centrado en Illinois y la popularidad no se me habíasubido a la cabeza. Íbamos por la autopista y, cuando quedaban pocosminutos para llegar a nuestra primera parada, Jeremiah, mi director decampaña en la región, recibió una llamada del personal que nos esperabaallí.—Vale... vale... Se lo digo al conductor.—¿Qué pasa? —pregunté, ya un poco agotado por la falta de sueño y laajetreada agenda.—Esperábamos que hubiese hasta unas cien personas en el parque —explicó Jeremiah—, pero ahora mismo cuentan al menos quinientas. Nos

piden que nos demoremos un poco para darles tiempo a gestionar el excesode público.Veinte minutos después nos detuvimos y nos encontramos lo que parecíaser el pueblo entero apretujado en el parque. Había padres con sus hijos enhombros, personas mayores con sillas plegables que agitaban banderolas,hombres con camisas de cuadros y gorras de agricultor. Muchos de ellos talvez estaban allí por mera curiosidad, para ver a qué se debía ese alboroto,pero otros esperaban pacientemente en pie. Malia se asomó por la ventana,sin hacer caso a los intentos de Sasha de quitársela de en medio.—¿Qué hace toda esa gente en el parque? —preguntó Malia.—Han venido a ver a papá —respondió Michelle.—¿Por qué?Me volví hacia Gibbs, que se encogió de hombros y me dijo: «Vas anecesitar un barco más grande».A partir de ese momento, en cada parada nos recibían multitudes cuatro ocinco veces mayores que cualquiera que hubiésemos visto hasta entonces.Y, por mucho que nos dijésemos que el interés se disiparía y el globo sedesinflaría, por mucho que intentásemos mantenernos precavidos contra lacomplacencia, las elecciones en sí casi pasaron a un segundo plano. Enagosto, los republicanos —incapaces de encontrar un candidato localdispuesto a presentarse (aunque Mike Ditka, exentrenador de los Bears deChicago, flirteó públicamente con la idea)—, en una decisióndesconcertante, reclutaron al agitador conservador Alan Keys. («¡Mirad —dijo Gibbs con una sonrisa—, ellos también tienen a un tipo negro!»)Aparte del hecho de que residía en Maryland, sus severos sermones sobre elaborto y la homosexualidad no sentaron muy bien a los habitantes deIllinois.«Jesucristo nunca votaría a BEI-rack Oba-ma!», proclamaba Klein,pronunciando mi nombre incorrectamente de manera deliberada.Lo derroté por más de cuarenta y cinco puntos; el mayor margen en unaselecciones al Senado en la historia del estado de Illinois.Nuestros ánimos la noche de las elecciones estaban apagados, no soloporque el resultado de nuestra campaña ya se daba por sentado, sino por losresultados nacionales. Kerry había perdido frente a Bush; los republicanoshabían conservado el control de la Cámara y el Senado; hasta el líder de laminoría demócrata en el Senado, Tom Daschle de Dakota del Sur, habíasufrido una inesperada derrota. Karl Rove, el cerebro político de George

piden que nos demoremos un poco para darles tiempo a gestionar el exceso

de público.

Veinte minutos después nos detuvimos y nos encontramos lo que parecía

ser el pueblo entero apretujado en el parque. Había padres con sus hijos en

hombros, personas mayores con sillas plegables que agitaban banderolas,

hombres con camisas de cuadros y gorras de agricultor. Muchos de ellos tal

vez estaban allí por mera curiosidad, para ver a qué se debía ese alboroto,

pero otros esperaban pacientemente en pie. Malia se asomó por la ventana,

sin hacer caso a los intentos de Sasha de quitársela de en medio.

—¿Qué hace toda esa gente en el parque? —preguntó Malia.

—Han venido a ver a papá —respondió Michelle.

—¿Por qué?

Me volví hacia Gibbs, que se encogió de hombros y me dijo: «Vas a

necesitar un barco más grande».

A partir de ese momento, en cada parada nos recibían multitudes cuatro o

cinco veces mayores que cualquiera que hubiésemos visto hasta entonces.

Y, por mucho que nos dijésemos que el interés se disiparía y el globo se

desinflaría, por mucho que intentásemos mantenernos precavidos contra la

complacencia, las elecciones en sí casi pasaron a un segundo plano. En

agosto, los republicanos —incapaces de encontrar un candidato local

dispuesto a presentarse (aunque Mike Ditka, exentrenador de los Bears de

Chicago, flirteó públicamente con la idea)—, en una decisión

desconcertante, reclutaron al agitador conservador Alan Keys. («¡Mirad —

dijo Gibbs con una sonrisa—, ellos también tienen a un tipo negro!»)

Aparte del hecho de que residía en Maryland, sus severos sermones sobre el

aborto y la homosexualidad no sentaron muy bien a los habitantes de

Illinois.

«Jesucristo nunca votaría a BEI-rack Oba-ma!», proclamaba Klein,

pronunciando mi nombre incorrectamente de manera deliberada.

Lo derroté por más de cuarenta y cinco puntos; el mayor margen en unas

elecciones al Senado en la historia del estado de Illinois.

Nuestros ánimos la noche de las elecciones estaban apagados, no solo

porque el resultado de nuestra campaña ya se daba por sentado, sino por los

resultados nacionales. Kerry había perdido frente a Bush; los republicanos

habían conservado el control de la Cámara y el Senado; hasta el líder de la

minoría demócrata en el Senado, Tom Daschle de Dakota del Sur, había

sufrido una inesperada derrota. Karl Rove, el cerebro político de George

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