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Una-tierra-prometida (1)

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Arlene (uno de mis parientes favoritos), se sentía obligada a presentar a su

compañera desde hacía veinte años como «mi amiga íntima, Marge».

Y como muchos adolescentes en esa época, mis amigos y yo nos

tildábamos unos a otros de «gays» y «mariquitas» a modo de broma, en un

alarde inmaduro de reforzar nuestra masculinidad y esconder nuestras

inseguridades. Ya en la universidad, cuando trabé amistad con compañeros

de clase y profesores abiertamente gays, me di cuenta de la patente

discriminación y odio al que tenían que enfrentarse, al tiempo que lidiaban

con la soledad y las inseguridades que la cultura dominante les quería

imponer. Me avergoncé de mi comportamiento en el pasado y me prometí

no repetirlo.

En cuanto a la inmigración, durante mi juventud había pensado muy poco

sobre ello, más allá de la vaga épica de la isla de Ellis y la Estatua de la

Libertad que me llegaba a través de la cultura popular. Mis ideas

evolucionaron más adelante, cuando mi trabajo como trabajador

comunitario en Chicago me introdujo en las comunidades

predominantemente mexicanas de Pilsen y Little Village, barrios donde las

categorías habituales de estadounidenses de nacimiento, ciudadanos

nacionalizados, poseedores de un permiso de residencia e inmigrantes

indocumentados prácticamente se diluían, ya que en muchas familias, si no

en la mayoría, convivían miembros de esos cuatro grupos. Con el tiempo, la

gente me fue contando cómo vivían el hecho de tener que ocultar sus

orígenes, de temer en todo momento que la vida que con tanto esfuerzo

habían construido pudiese saltar por los aires en un instante. Hablaban del

puro agotamiento y el peso que suponía tener que tratar con un sistema de

inmigración a menudo insensible o arbitrario, la sensación de impotencia

que experimentaban al tener que trabajar para empleadores que

aprovechaban su situación migratoria para pagarles por debajo del salario

mínimo. Las amistades que había hecho y las historias que había oído en

esos barrios de Chicago, y de personas LGBTQ durante mis años de

universidad y en los inicios de mi carrera, habían hecho que mi corazón se

abriese a las dimensiones humanas de cuestiones que antes solo había

considerado en términos principalmente abstractos.

Para mí, la situación de «No preguntes, no lo digas» era muy sencilla:

consideraba que una norma que impedía que las personas LGBTQ sirviesen

abiertamente como tales en nuestro ejército era ofensiva para los ideales

estadounidenses y corrosiva para las fuerzas armadas. La DADT era el

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