Una-tierra-prometida (1)
insistencia de Jon Kyl, senador conservador por Arizona. Habida cuenta demi objetivo a largo plazo de eliminar las armas nucleares, por no hablar detodas las otras mejores maneras de usar miles de millones de dólares delpresupuesto federal que se me ocurrían, esta concesión parecía un pacto conel diablo, a pesar de que nuestros expertos, muchos de los cuales estabancomprometidos con el desarme nuclear, me aseguraron que nuestrosenvejecidos sistemas de armas nucleares necesitaban una puesta a puntopara reducir el riesgo de que se produjesen un error de cálculo o unaccidente catastróficos. Cuando el START III por fin logró la aprobacióndel Senado por un margen de setenta y un votos a veintiséis, dejé escapar ungran suspiro de alivio.La Casa Blanca nunca tenía un aspecto tan radiante como durante latemporada navideña. Enormes coronas de pino con lazos de terciopelo rojoadornaban las paredes a lo largo de la columnata y el pasillo principal delAla Este, mientras que los robles y los magnolios del jardín de las Rosasestaban cubiertos de luces. El árbol de navidad oficial de la Casa Blanca, unmajestuoso abeto que llegaba en un carruaje tirado por caballos, ocupabagran parte de la sala Azul, pero otros árboles casi tan espectacularesocupaban prácticamente todos los espacios públicos de la residencia. En eltranscurso de tres días, un ejército de voluntarios coordinado por la OficinaSocial decoraba los árboles y el vestíbulo principal con una deslumbrantevariedad de ornamentos, mientras los pasteleros de la Casa Blancapreparaban una detallada réplica de la residencia hecha en pan de jengibre,que incluía muebles, cortinas y —durante mi presidencia— una versión enminiatura de Bo.Las Navidades también implicaban ejercer de anfitriones casi cada tardey noche durante tres semanas y media seguidas. Eran eventos grandes yfestivos, con de trescientos a cuatrocientos invitados, riendo e hincando eldiente a costillas de cordero o a pasteles de cangrejo, bebiendo ponche dehuevo y vino mientras la banda de los marines de Estados Unidosinterpretaba los clásicos navideños en sus elegantes chaquetas rojas. ParaMichelle y para mí los eventos de la tarde pasaban sin complicaciones,simplemente nos asomábamos unos minutos para desear unas felices fiestasa todo el mundo. Sin embargo, los actos de la noche requerían que nossituáramos en la sala de Recepciones Diplomáticas durante dos horas o
más, posando con casi todos los invitados. A Michelle no le importabahacerlo para las fiestas que se organizaban para las familias del ServicioSecreto y el personal de la Casa Blanca, a pesar de lo que suponía para suspies estar tanto tiempo en tacones. Su espíritu navideño, sin embargo, seapagaba cuando tenía que encargarse de los miembros del Congreso y de laprensa. Quizá era porque ellos pedían más atención («¡Dejaros decháchara!», me susurraba en los pequeños momentos de descanso queteníamos), o quizá porque la misma gente que aparecía regularmente entelevisión pidiendo mi cabeza tenía las agallas de pasar un brazo por sushombros y sonreír a la cámara como si fueran los mejores amigos desde lainfancia.Buena parte de la energía de mi equipo durante las semanas previas a laNavidad se concentró en dos de los proyectos de ley más controvertidos queaún estaban pendientes en mi listado: «No preguntes, no lo digas» (DADT)y la Ley DREAM. Junto con el aborto, las armas y prácticamente cualquiercosa relacionada con la raza, las cuestiones de los derechos de las personasLGBTQ y la inmigración ocupaban desde hacía décadas el lugar central delas guerras culturales en Estados Unidos. En parte porque planteaban lapregunta más básica en nuestra democracia: ¿a quién consideramos unverdadero miembro de la familia estadounidense, merecedor de los mismosderechos, respeto y atención que esperamos que se nos reconozcan anosotros? Yo creía que había que definir esa familia en un sentido amplio,de forma que incluyera tanto a las personas homosexuales como a lasheterosexuales, así como a las familias inmigrantes que habían echadoraíces y criado a sus hijos aquí, aunque no hubiesen entrado por la puertaprincipal. ¿Cómo podría creer algo distinto, cuando algunos de losargumentos que se esgrimían para excluirlos se habían utilizado tan amenudo para hacer lo mismo a quienes tenían un aspecto similar al mío?Eso no significaba que tachase de fanáticos desalmados a quienes teníanopiniones distintas sobre los derechos del colectivo LGBTQ o de losinmigrantes. Para empezar, era lo bastante consciente —o tenía la suficientememoria— como para saber que mis propias actitudes hacia gais, lesbianasy personas transgénero no siempre habían sido particularmente avanzadas.Había crecido en los años setenta, una época en que la vida del colectivoLGBTQ era mucho menos visible para quienes no pertenecían a él, hasta elpunto de que, cada vez que nos visitaba en Hawái la hermana de Toot, la tía
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más, posando con casi todos los invitados. A Michelle no le importaba
hacerlo para las fiestas que se organizaban para las familias del Servicio
Secreto y el personal de la Casa Blanca, a pesar de lo que suponía para sus
pies estar tanto tiempo en tacones. Su espíritu navideño, sin embargo, se
apagaba cuando tenía que encargarse de los miembros del Congreso y de la
prensa. Quizá era porque ellos pedían más atención («¡Dejaros de
cháchara!», me susurraba en los pequeños momentos de descanso que
teníamos), o quizá porque la misma gente que aparecía regularmente en
televisión pidiendo mi cabeza tenía las agallas de pasar un brazo por sus
hombros y sonreír a la cámara como si fueran los mejores amigos desde la
infancia.
Buena parte de la energía de mi equipo durante las semanas previas a la
Navidad se concentró en dos de los proyectos de ley más controvertidos que
aún estaban pendientes en mi listado: «No preguntes, no lo digas» (DADT)
y la Ley DREAM. Junto con el aborto, las armas y prácticamente cualquier
cosa relacionada con la raza, las cuestiones de los derechos de las personas
LGBTQ y la inmigración ocupaban desde hacía décadas el lugar central de
las guerras culturales en Estados Unidos. En parte porque planteaban la
pregunta más básica en nuestra democracia: ¿a quién consideramos un
verdadero miembro de la familia estadounidense, merecedor de los mismos
derechos, respeto y atención que esperamos que se nos reconozcan a
nosotros? Yo creía que había que definir esa familia en un sentido amplio,
de forma que incluyera tanto a las personas homosexuales como a las
heterosexuales, así como a las familias inmigrantes que habían echado
raíces y criado a sus hijos aquí, aunque no hubiesen entrado por la puerta
principal. ¿Cómo podría creer algo distinto, cuando algunos de los
argumentos que se esgrimían para excluirlos se habían utilizado tan a
menudo para hacer lo mismo a quienes tenían un aspecto similar al mío?
Eso no significaba que tachase de fanáticos desalmados a quienes tenían
opiniones distintas sobre los derechos del colectivo LGBTQ o de los
inmigrantes. Para empezar, era lo bastante consciente —o tenía la suficiente
memoria— como para saber que mis propias actitudes hacia gais, lesbianas
y personas transgénero no siempre habían sido particularmente avanzadas.
Había crecido en los años setenta, una época en que la vida del colectivo
LGBTQ era mucho menos visible para quienes no pertenecían a él, hasta el
punto de que, cada vez que nos visitaba en Hawái la hermana de Toot, la tía