Una-tierra-prometida (1)
hubieran podido existir entre nosotros durante la campaña prácticamente sehabían disipado, y me resultó útil escuchar las lecciones que él habíaaprendido al haber sufrido una paliza similar en las elecciones de mediomandato a manos de Newt Gingrich en 1994. En un momento dado,abordamos los entresijos del acuerdo sobre impuestos que acabábamos dealcanzar, y Clinton no pudo mostrarse más entusiasta.—Tienes que contárselo a algunos de nuestros amigos —dije, ymencioné las críticas que estábamos recibiendo desde determinadoscírculos demócratas.—Si tengo ocasión, lo haré —contestó Bill.Eso me dio una idea. «¿Qué te parece si esa ocasión es ahora mismo?»Antes de que pudiese responder, me acerqué a la mesa de Katie y le pedíque hiciese que el equipo de prensa convocase a toda prisa a loscorresponsales que pudieran estar en el edificio en ese momento. Quinceminutos más tarde, Bill Clinton y yo aparecimos en la sala de prensa de laCasa Blanca.Explicamos a los desconcertados reporteros que podría interesarlesdisponer del punto de vista que tenía sobre nuestro acuerdo tributario lapersona que había estado al mando durante, básicamente, el mejor periodoeconómico que habíamos vivido en la historia reciente del país. Cedí el atrila Clinton. El expresidente no tardó en adueñarse de la sala, sacando elmáximo partido al encanto que le confería su voz rasgada y su acento deArkansas para defender nuestro acuerdo con McConnell. De hecho, pocodespués del inicio de esa rueda de prensa improvisada, recordé que teníaotro compromiso al que acudir, pero era tan evidente que Clinton estabadisfrutando de la situación que no quise interrumpirlo, sino que me limité aacercarme al micrófono para decir que tenía que irme pero que el presidenteClinton podía quedarse. Más tarde, le pregunté a Gibbs cómo había ido lacosa.«Ha tenido una repercusión estupenda —respondió—. Aunque algunosde los bustos parlantes dijeron que te habías rebajado al ceder elprotagonismo a Clinton.»Eso no me preocupaba mucho. Sabía que Clinton obtenía entonces en lasencuestas una valoración muy superior a la mía, en parte porque a la prensaconservadora que en otra época lo había vilipendiado le resultaba útil ahoramostrarlo, en contraste conmigo, como la clase de demócrata razonable ycentrista con quien, según decían, los republicanos sí podrían colaborar. Su
respaldo nos ayudaría a vender el acuerdo a un público más amplio y aaplacar cualquier posible rebelión entre los demócratas del Congreso. Erauna ironía con la que yo —como tantos otros líderes modernos— acabaríaaprendiendo a convivir: nunca pareces tan inteligente como el expresidenteque ya está lejos de los focos.Nuestra tregua temporal con McConnell en torno a los impuestos nospermitió concentrarnos en los restantes elementos de mi lista de tareas. Elproyecto de ley sobre nutrición infantil de Michelle ya había concitadoapoyo suficiente por parte de los republicanos como para salir adelante aprincipios de diciembre, sin hacer mucho ruido, a pesar de las acusacionesde Sarah Palin de que Michelle tenía la intención de restringir la libertad delos padres estadounidenses de alimentar a sus hijos como considerasenoportuno. Entretanto, la Cámara estaba concretando los detalles de unproyecto de ley sobre seguridad alimentaria que se aprobaría a lo largo deese mismo mes.Ratificar el START III resultó ser más complicado; no solo porque, porser un tratado, se necesitaban sesenta y siete votos en lugar de sesenta, sinoporque en el ámbito doméstico no había un público numeroso quereclamase su ratificación. Tuve que insistirle a Harry Reid para que dieseprioridad a la cuestión durante las sesiones del periodo de pato cojo, para locual le expliqué que estaba en juego la credibilidad de Estados Unidos —por no hablar de mi propio prestigio entre los líderes mundiales—, y que laincapacidad de ratificar el tratado socavaría nuestros esfuerzos para aplicarsanciones contra Irán y para que otros países extremasen su propiaseguridad nuclear. Una vez que logré a regañadientes el compromiso deHarry de que sometería el tratado a votación («No sé si encontraré tiempopara la votación, presidente —refunfuñó por teléfono—, pero si me dicesque es importante haré todo que esté en mi mano, ¿vale?»), pasamos a lafase de intentar sumar votos de republicanos. Ayudó que los jefes delEstado Mayor respaldasen el tratado; también el firme apoyo de mi viejoamigo Dick Lugar, que seguía siendo el republicano de mayor rango en elComité del Senado sobre Relaciones Exteriores y veía el START III —conrazón— como una extensión de su trabajo previo en el ámbito de la noproliferación nuclear.Aun así, para lograr cerrar el acuerdo tuve que comprometerme a unamodernización de varios miles de millones de dólares y a lo largo de variosaños de la infraestructura en torno al arsenal nuclear estadounidense, ante la
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hubieran podido existir entre nosotros durante la campaña prácticamente se
habían disipado, y me resultó útil escuchar las lecciones que él había
aprendido al haber sufrido una paliza similar en las elecciones de medio
mandato a manos de Newt Gingrich en 1994. En un momento dado,
abordamos los entresijos del acuerdo sobre impuestos que acabábamos de
alcanzar, y Clinton no pudo mostrarse más entusiasta.
—Tienes que contárselo a algunos de nuestros amigos —dije, y
mencioné las críticas que estábamos recibiendo desde determinados
círculos demócratas.
—Si tengo ocasión, lo haré —contestó Bill.
Eso me dio una idea. «¿Qué te parece si esa ocasión es ahora mismo?»
Antes de que pudiese responder, me acerqué a la mesa de Katie y le pedí
que hiciese que el equipo de prensa convocase a toda prisa a los
corresponsales que pudieran estar en el edificio en ese momento. Quince
minutos más tarde, Bill Clinton y yo aparecimos en la sala de prensa de la
Casa Blanca.
Explicamos a los desconcertados reporteros que podría interesarles
disponer del punto de vista que tenía sobre nuestro acuerdo tributario la
persona que había estado al mando durante, básicamente, el mejor periodo
económico que habíamos vivido en la historia reciente del país. Cedí el atril
a Clinton. El expresidente no tardó en adueñarse de la sala, sacando el
máximo partido al encanto que le confería su voz rasgada y su acento de
Arkansas para defender nuestro acuerdo con McConnell. De hecho, poco
después del inicio de esa rueda de prensa improvisada, recordé que tenía
otro compromiso al que acudir, pero era tan evidente que Clinton estaba
disfrutando de la situación que no quise interrumpirlo, sino que me limité a
acercarme al micrófono para decir que tenía que irme pero que el presidente
Clinton podía quedarse. Más tarde, le pregunté a Gibbs cómo había ido la
cosa.
«Ha tenido una repercusión estupenda —respondió—. Aunque algunos
de los bustos parlantes dijeron que te habías rebajado al ceder el
protagonismo a Clinton.»
Eso no me preocupaba mucho. Sabía que Clinton obtenía entonces en las
encuestas una valoración muy superior a la mía, en parte porque a la prensa
conservadora que en otra época lo había vilipendiado le resultaba útil ahora
mostrarlo, en contraste conmigo, como la clase de demócrata razonable y
centrista con quien, según decían, los republicanos sí podrían colaborar. Su