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Una-tierra-prometida (1)

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mayoría de los estadounidenses, lo que hacía que derogarlas fuese algo

difícil de vender desde un punto de vista político. Una encuesta tras otra

mostraba que una amplia mayoría de los estadounidenses estaba a favor de

aumentar los impuestos a los ricos. Pero ni siquiera los abogados y los

médicos adinerados se consideraban ricos, en particular si vivían en zonas

costosas; y tras una década durante la cual las personas que componían el

90 por ciento inferior en la distribución de ingresos habían visto cómo sus

salarios se estancaban, muy poca gente pensaba que sus propios impuestos

debían ser más altos. Durante la campaña, mi equipo y yo habíamos llegado

a lo que nos parecía una política equilibrada: proponíamos que las rebajas

de impuestos de Bush se eliminasen de manera selectiva, lo que afectaría

solo a las familias cuyos ingresos superasen los 250.000 dólares anuales (o

a los individuos que ganasen más de 200.000 dólares al año). Este enfoque

tenía el apoyo casi unánime de los demócratas del Congreso, solo afectaría

al 2 por ciento más rico de la población y aun así permitiría ingresar unos

680.000 millones de dólares a lo largo de la década siguiente, un dinero que

podríamos destinar a reforzar los programas de guarderías, sanidad,

formación laboral y educación dirigidos a los más necesitados.

No había cambiado de opinión respecto a nada de esto: hacer que los

ricos pagasen más impuestos no era solo una cuestión de justicia, sino

también la única manera de financiar nuevas iniciativas. Pero como había

ocurrido con tantas de mis propuestas de campaña, la crisis financiera me

había obligado a repensar cuándo deberíamos hacerlo. En el comienzo de

mi mandato, cuando parecía que el país podría hundirse en una depresión,

mi equipo económico había argumentado de manera convincente que

cualquier subida de impuestos —incluso los que afectaban a los ricos y a las

grandes compañías— sería contraproducente, puesto que retiraría dinero de

la economía en el preciso momento en que queríamos que las personas y las

empresas saliesen a gastarlo. Con la economía apenas recuperándose, la

perspectiva de subir los impuestos ponía nervioso al equipo.

Y de hecho, Mitch McConnell había amenazado con bloquear todo lo

que no fuera una prolongación completa de las rebajas de impuestos de

Bush. Eso significaba que nuestra única opción para eliminarlas de

inmediato —una opción que muchos comentaristas progresistas nos

instaban a adoptar— pasaba por no hacer nada y dejar simplemente que la

presión impositiva recuperase de forma automática a principios de enero los

niveles más altos de la era Clinton. Los demócratas podrían entonces volver

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