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Una-tierra-prometida (1)

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la salud de los niños. Además, si no conseguimos que se apruebe, no me

dejarán entrar en casa.»

Entendía parte del escepticismo de mi equipo ante la idea de intentar

sacar adelante una agenda tan ambiciosa. Aunque pudiésemos reunir los

sesenta votos necesarios para cada uno de estos controvertidos proyectos de

ley, no estaba claro que Harry Reid fuese a obtener de Mitch McConnell la

cooperación suficiente para programar tantas votaciones en un periodo tan

breve. Aun así, no creía que mi idea fuese un absoluto delirio. Casi todos

los elementos de mi lista ya tenían cierto impulso legislativo y habían

pasado el filtro de la Cámara, o parecía probable que lo hicieran. Y aunque

hasta entonces no habíamos tenido mucha suerte en nuestros intentos de

superar el filibusterismo de los republicanos en el Senado, sabía que

McConnell tenía en su propia lista un punto muy importante que quería

cumplir a toda costa: aprobar una ley que prolongase en el tiempo las

conocidas como «rebajas de impuestos de Bush», que de otro modo

expirarían de manera automática al final del año.

Esto nos daba algo con lo que negociar.

Me había opuesto desde siempre a las leyes domésticas señeras de mi

predecesor, aprobadas en 2001 y 2003, que habían modificado el derecho

tributario estadounidense de maneras que beneficiaban de forma

desproporcionada a los individuos con grandes patrimonios al mismo

tiempo que aceleraban la tendencia hacia una mayor desigualdad de riqueza

y de renta. Warren Buffett solía señalar que la ley le permitía pagar un

porcentaje de impuestos sustancialmente inferior —en proporción a sus

ingresos, procedentes casi en su totalidad de ganancias de capital y

dividendos— al que pagaba su secretaria por su salario. Por sí solas, las

modificaciones legislativas en el impuesto sobre el patrimonio habían

reducido la carga impositiva para el 2 por ciento de familias

estadounidenses más ricas en más de 130.000 millones de dólares. Y no

solo eso, al reducir los ingresos previstos por el Tesoro estadounidense en

alrededor de 1,3 billones de dólares, habían contribuido a convertir un

superávit presupuestario federal durante la presidencia de Bill Clinton en un

incipiente déficit; uno que muchos republicanos utilizaban ahora para

justificar sus peticiones de recortes en la Seguridad Social, Medicare,

Medicaid y el resto de la red de protección social del país.

Puede que las rebajas de impuestos de Bush no fuesen la mejor política,

pero también habían reducido ligeramente los impuestos que pagaban la

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