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Una-tierra-prometida (1)

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progresistas, deteniéndose alguna que otra vez para interesarse por detalles

de mi campaña de 2008. Pero había en él algo de nervioso e inmaduro,

como si fuese un estudiante que había hecho sus deberes y estaba deseoso

de impresionar al profesor, aunque en el fondo careciese de la aptitud o la

pasión necesarias para dominar el tema.

Avanzada la velada, me percaté de que Singh estaba luchando contra la

somnolencia, y alzaba cada poco tiempo su vaso para despejarse con un

trago de agua. Le indiqué a Michelle que era hora de despedirnos. El primer

ministro y su mujer nos acompañaron hasta el coche. En la penumbra tenía

un aspecto frágil, parecía mayor de sus setenta y ocho años, y mientras nos

alejábamos, me pregunté qué ocurriría cuando abandonase el cargo.

¿Recogería Rahul el testigo con éxito, cumpliendo así el destino marcado

por su madre y prolongando el dominio del Partido del Congreso frente al

nacionalismo divisivo que pregonaba el Partido Popular Indio?

Por alguna razón, dudaba que fuera así. No era culpa de Singh. Había

hecho lo que le correspondía, siguiendo el guion de las democracias

liberales en el mundo posterior a la Guerra Fría: defender el orden

constitucional; volcar su atención en el trabajo cotidiano, a menudo técnico,

de hacer crecer el PIB; y ampliar la red de protección social. Como yo,

Singh había llegado al convencimiento de que eso era todo lo que

cualquiera de nosotros podíamos esperar de una democracia, en particular

en sociedades grandes, multiétnicas y multiconfesionales como India y

Estados Unidos. Nada de saltos revolucionarios o grandes transformaciones

culturales; ni soluciones para todas y cada una de las patologías sociales o

respuestas perdurables para quienes buscaban un propósito y significado en

su vida. Simplemente, el cumplimiento de las normas que nos permitían

resolver, o al menos tolerar, nuestras diferencias, y políticas públicas que

elevasen el nivel de vida y mejorasen la educación lo suficiente como para

atemperar los impulsos más bajos de la humanidad.

Pero ahora yo me preguntaba si esos impulsos —de violencia, codicia,

corrupción, nacionalismo, racismo e intolerancia religiosa; ese deseo tan

humano de aplacar nuestra propia incertidumbre, mortalidad y sensación de

insignificancia subyugando a otros— eran demasiado fuertes como para que

cualquier democracia pudiera contenerlos de manera permanente. Pues

parecían estar al acecho por todas partes, prestos a resurgir cada vez que se

estancasen las tasas de crecimiento, cambiase la composición demográfica

o un líder carismático decidiese subirse a la ola de miedos y resentimientos

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