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Una-tierra-prometida (1)

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para decirme que Richard M. Daley, que había sido durante muchos años

alcalde de Chicago, acababa de anunciar que no aspiraría a un séptimo

mandato. Rahm quería presentarse —era un trabajo con el que había soñado

desde que entró en política—, y puesto que las elecciones se celebraban en

febrero, para hacerlo debía dejar la Casa Blanca a principios de octubre.

Se lo veía realmente consternado. «Sé que te pongo en un apuro —dijo

—, pero con solo cinco meses y medio para organizar una campaña...»

Lo interrumpí antes de que terminase la frase y le dije que contaría con

todo mi apoyo. Una semana más tarde, en una ceremonia privada de

despedida en la residencia, le regalé una copia enmarcada de una lista de

tareas que yo había escrito a mano en un cuaderno de notas y le había

pasado durante mi primera semana en el cargo. Expliqué al personal allí

presente que habíamos conseguido tachar casi todos los puntos, una buena

medida de nuestra efectividad. Rahm no pudo contener las lágrimas; una

mancha en su imagen de tipo duro por la que después me maldeciría.

Estos cambios de personal no son nada raro en una Administración, y

sabía que agitar las cosas también podía tener sus ventajas. Más de una vez

nos habían acusado de estar demasiado aislados y sometidos a férreo

control, y nos habían dicho que necesitábamos nuevos puntos de vista. Las

habilidades de Rahm serían menos importantes ahora que ya no había una

Cámara de Representantes demócrata que ayudase a aprobar legislación.

Pete Rouse ocupó el cargo de jefe de gabinete de forma interina y yo

pensaba fichar para sustituir a Rahm a Bill Daley, que había sido secretario

de Comercio en la Administración Clinton y era hermano del alcalde

saliente de Chicago. Bill, que tenía unos diez años más que yo y se estaba

quedando calvo, tenía un característico acento del South Side que delataba

sus orígenes irlandeses de clase trabajadora. Tenía reputación de ser un

negociador eficaz y pragmático con estrechos vínculos tanto con los

sindicatos como con la comunidad empresarial; y aunque no lo conocía

como a Rahm, pensé que su estilo afable y no ideologizado podía ser muy

adecuado para la que esperaba que fuese una fase menos frenética de mi

Administración. Y junto a las caras nuevas, me encantaba recuperar una a

partir de enero, cuando David Plouffe, tras dos años sabáticos con su

familia, iba a volver como asesor sénior para aportar al equipo de la Casa

Blanca el mismo pensamiento estratégico, intensa concentración y falta de

ego que tanto bien nos habían hecho durante la campaña.

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