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Una-tierra-prometida (1)

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principio, era que, en tanto en cuanto los republicanos resistieran nuestras

aproximaciones sin romper filas y generasen polémicas en torno incluso a

las propuestas más moderadas, cualquier cosa que hiciéramos podría

presentarse como algo partidista, controvertido, radical, e incluso ilegítimo.

De hecho, muchos de nuestros aliados progresistas creían que no habíamos

sido suficientemente partidistas. Según su manera de ver las cosas,

cedíamos demasiado, y al perseguir una y otra vez la falsa promesa del

bipartidismo, no solo habíamos reforzado a McConnell y desperdiciado

grandes mayorías demócratas; también habíamos frustrado de mala manera

las expectativas de nuestros posibles votantes, como reflejaba el hecho de

que tantos votantes demócratas no se hubiesen molestado en acudir a las

urnas en las elecciones de medio mandato.

Además de tener que ver cómo renovaba el mensaje y las políticas, ahora

afrontaba un cambio significativo de personal en la Casa Blanca. En el

equipo de política exterior, Jim Jones —quien, a pesar de sus muchas

virtudes, nunca se sintió del todo cómodo en un rol secundario tras muchos

años mandando— había dimitido en octubre. Por suerte, Tom Donilon

estaba demostrando ser un trabajador incansable y había asumido con

garantías el papel de asesor de seguridad nacional, al tiempo que Denis

McDonough ascendió al puesto de viceasesor de seguridad nacional y Ben

Rhodes pasó a encargarse de muchos de los antiguos cometidos de Denis.

En política económica, Peter Orszag y Christy Romer habían vuelto al

sector privado, y los habían sustituido Jack Lew, un veterano experto en

presupuestos que había dirigido la Oficina de Administración y Presupuesto

con Bill Clinton, y Austan Goolsbee, que había trabajado con nosotros en la

recuperación. Además estaba Larry Summers, que en septiembre me había

dicho en el despacho Oval que, una vez superada la crisis financiera, había

llegado el momento de decirnos adiós. Dejaría su puesto a final de año.

—¿Qué voy a hacer cuando no estés aquí para explicar por qué me

equivoco? —pregunté, medio en broma. Larry sonrió.

—Te equivocabas menos que la mayoría, presidente —respondió.

Había desarrollado verdadero afecto por quienes nos dejaban. No solo me

habían prestado un buen servicio, sino que, a pesar de sus diversas

idiosincrasias, cada uno de ellos había aportado una seria determinación —

un compromiso con la gestión política basada en la razón y la evidencia—

que nacía del deseo de actuar en beneficio del pueblo estadounidense. Sin

embargo, lo que más desazón me producía era la inminente pérdida de mis

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