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Una-tierra-prometida (1)

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hizo en épocas pasadas, en torno a lo que estaba convencido de que era lo

correcto.

Lo cual me resultaba igualmente inexcusable.

Para gran alivio de Gibbs y mi equipo de comunicación, había finalizado

la rueda de prensa antes de dejar al descubierto mi alma tozuda y torturada.

Me di cuenta de que justificar el pasado no era tan importante como

planificar lo que hacer a continuación.

Tendría que encontrar la forma de volver a conectar con el pueblo

estadounidense; no solo para reforzar mi posición en las negociaciones con

los republicanos, sino para lograr ser reelegido. Una mejoría de la economía

ayudaría, pero ni siquiera eso podía darse por seguro. Necesitaba salir de la

burbuja de la Casa Blanca, interactuar más a menudo con los votantes.

Entretanto, Axe ofreció su propia valoración de lo que había ido mal:

llevados por las prisas por sacar nuestros proyectos adelante, habíamos

descuidado nuestra promesa de cambiar Washington (manteniendo las

distancias con los grupos de interés e incrementando la transparencia y la

responsabilidad fiscal en toda la Administración federal). Según Axe, si

queríamos recuperar a esos votantes que nos habían abandonado, teníamos

que retomar estos temas.

Pero ¿tenía razón? Yo no estaba tan seguro. Sí, la polémica en torno a los

entresijos del Obamacare nos había perjudicado, y con independencia de

que fuese justo o no, los rescates bancarios nos habían salpicado. Por otra

parte, podía mencionar las decenas de iniciativas de «buen gobierno» que

habíamos presentado, desde establecer límites a la contratación de antiguos

grupos de interés hasta dar a la ciudadanía acceso a los datos de las

agencias federales o revisar los presupuestos de las agencias

gubernamentales para eliminar el despilfarro. Todas estas actuaciones eran

valiosas en sí mismas, y me alegraba de haberlas acometido; este era uno de

los motivos de que no hubiese habido ni un atisbo de escándalo en torno a

mi Administración.

Sin embargo, desde un punto de vista político parecía que nadie prestaba

atención a nuestro trabajo para limpiar la Administración, como tampoco

nos reconocían el esfuerzo de haber solicitado ideas de los republicanos en

todas y cada una de nuestras iniciativas legislativas. Una de nuestras

mayores promesas había sido eliminar las riñas partidistas y centrarnos en

los esfuerzos prácticos para abordar las demandas de los ciudadanos.

Nuestro problema, como Mitch McConnell había calculado desde el

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