07.09.2022 Views

Una-tierra-prometida (1)

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

Tan solo habían pasado tres días desde las elecciones de medio mandato, y

agradecí la oportunidad para salir de Washington. Los resultados habían

dejado a los demócratas conmocionados y a los republicanos exultantes, y

yo me había despertado a la mañana siguiente con una mezcla de

agotamiento, dolor, enfado y vergüenza, algo parecido a lo que debe de

sentir un boxeador tras llevarse la peor parte en un combate de pesos

pesados. El relato dominante de la cobertura poselectoral daba a entender

que el sentido común había acertado desde el principio: que yo había

intentado hacer demasiadas cosas y no me había centrado en la economía;

que el Obamacare había sido un error garrafal; que había intentado resucitar

el progresismo derrochador y estatalista cuya defunción había declarado

años atrás incluso el propio Bill Clinton. El hecho de que en mi rueda de

prensa del día siguiente a las elecciones me hubiese negado a reconocerlo,

de que hubiese dado la impresión de seguir aferrado a la idea de que mi

Administración había adoptado las políticas correctas —aunque,

claramente, no hubiésemos sabido venderlas de manera convincente—, fue,

en opinión de los expertos, algo arrogante y delirante, señal de un pecador

que no albergaba ninguna contrición.

Lo cierto era que no me arrepentía de haber despejado el camino para que

veinte millones de personas obtuvieran seguro médico. Ni me arrepentía de

la Ley de Recuperación (había sólidas evidencias de que optar por la

austeridad como respuesta a una recesión habría sido desastroso). No me

arrepentía de cómo habíamos gestionado la crisis financiera, dadas las

opciones que se nos planteaban (aunque sí lamentaba no haber ideado un

plan mejor para atajar la oleada de ejecuciones hipotecarias). Y desde luego

no me arrepentía de haber presentado un proyecto de ley sobre el cambio

climático ni de haber impulsado la reforma migratoria. Simplemente, me

frustraba no haber logrado que ninguna de ellas dos hubiese sido aprobada

hasta entonces por el Congreso, en gran parte porque el mismo día en que

tomé posesión de mi cargo no había tenido la previsión de decir a Harry

Reid y al resto de los senadores demócratas que revisaran las reglas y

eliminasen de una vez por todas la posibilidad de filibusterismo en el

Senado.

Tal y como yo lo veía, las elecciones no demostraban que nuestra agenda

legislativa estuviese equivocada, sino simplemente que —ya fuese por falta

de talento, de astucia, de capacidad de seducción o de buena fortuna—

había sido incapaz de aglutinar al país, como Franklin Delano Roosevelt

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!