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Una-tierra-prometida (1)

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cubiertos y los parques públicos, cantaba «¡Sí, se puede!» y «¡En marcha!

¡Estamos listos!» tan fuerte como lo habían hecho cuando me postulé a

presidente, alzaban carteles, animaban furiosamente cuando presentaba a la

congresista o al gobernador demócrata que necesitaba el voto, y se reían

cuando decía que no podíamos darles las llaves del coche otra vez a los

republicanos. En la superficie, al menos, era como en los viejos tiempos.

Pero incluso antes de mirar las encuestas pude percibir un cambio en la

atmósfera de la campaña: una nube de duda sobrevolaba cada mitin; un

timbre forzado, casi desesperado en las ovaciones y en las risas, como si el

público y yo fuésemos una pareja al final de un romance tempestuoso

tratando de improvisar unos sentimientos que ya han empezado a

desvanecerse. No podía echarles la culpa. Habían esperado que mi elección

transformara nuestro país, que el Gobierno trabajara para la gente de a pie y

restaurara cierto sentido cívico en Washington. Y sin embargo, muchas de

esas vidas se habían vuelto cada vez más difíciles, y Washington parecía

igual de inútil, lejano y tan amargamente bipartidista como siempre.

Durante la campaña presidencial me había ido acostumbrando a los

ocasionales alborotadores que aparecían por nuestros mítines, por lo general

manifestantes antiabortistas que me gritaban antes de verse ahogados por el

abucheo del público y amablemente escoltados a la salida por el personal de

seguridad. Pero ahora los alborotadores pertenecían cada vez más a causas

que yo apoyaba: activistas decepcionados por lo que consideraban una falta

de progreso en sus intereses. En varias paradas me recibieron manifestantes

con carteles que pedían el fin de «las guerras de Obama». Algunos jóvenes

hispanos me preguntaban por qué mi Administración seguía deportando a

trabajadores indocumentados y separando a las familias en la frontera.

Activistas LGTBQ exigían saber por qué no había acabado con la política

«No preguntes, no lo digas», que obligaba a los miembros no

heterosexuales de las fuerzas armadas a ocultar su orientación sexual. Un

grupo particularmente insistente y ruidoso de estudiantes universitarios

gritaban pidiendo fondos para la lucha contra el sida en África.

—¿No aumentamos los fondos para lucha contra el sida? —le pregunté a

Gibbs tras marcharnos de un mitin en el que me habían interrumpido tres o

cuatro veces.

—Lo hicimos —dijo—. Pero creen que no lo has aumentado lo

suficiente.

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