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Una-tierra-prometida (1)

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dos semanas; por lo general alquilábamos una casa pequeña en Oak Bluffs,

lo bastante cerca del pueblo como para poder ir en bici y con una terraza en

la entrada en la que podíamos sentarnos a ver el atardecer. En compañía de

Valerie y de otros amigos, pasábamos unos días relajados con los pies

descalzos y un libro a mano, nadando en aguas que a las niñas les

encantaban pero que eran un poco frías para mi gusto hawaiano, y a veces

divisábamos una colonia de focas cerca de la costa. Luego íbamos dando un

paseo al Nancy’s a comer los mejores camarones fritos del planeta, y Malia

y Sasha se iban corriendo con sus amigos a tomar un helado, a montarse en

un pequeño tiovivo o a jugar a las máquinas de la sala de recreativos del

pueblo.

Ahora que éramos la primera familia no podíamos seguir haciendo las

cosas de la misma forma. En lugar de tomar el ferry a Oak Bluffs,

llegábamos en el helicóptero Marine One. La casa que alquilábamos era una

propiedad de más de once hectáreas en la zona más distinguida de la isla, lo

bastante grande para acoger a todo el equipo y el Servicio Secreto, y lo

bastante aislada como para mantener el perímetro de seguridad. Se hicieron

los arreglos pertinentes para que fuéramos a una playa privada, vacía a lo

largo de un kilómetro y medio a la redonda. Ahora nuestros paseos en bici

debían seguir un estricto circuito, que las niñas hicieron exactamente una

vez solo para darme el gusto y decirme que era «un poco aburrido». Incluso

en vacaciones empezaba el día con el Informe Diario del Presidente y las

sesiones informativas de Denis o John Brennan relacionadas con los

diversos desórdenes que asolaban al mundo, y una multitud de personas y

equipos de televisión nos esperaban cada vez que íbamos a cenar a un

restaurante.

Aun así, todas esas cosas (el olor del mar y el brillo del sol en las hojas al

final del verano, los paseos por la playa con Michelle y la imagen de Malia

y Sasha quemando nubes de caramelo en la hoguera, la mirada fija con una

concentración zen), siguieron siendo iguales. Y cada día que conseguía

dormir unas horas extra, reírme y pasar tiempo con las personas que amaba,

sentía cómo recobraba la energía y recuperaba la confianza. Tanto que

cuando llegó el momento de regresar a Washington el 29 de agosto de 2010,

me convencí de que todavía teníamos una oportunidad de ganar las

elecciones de medio mandato y mantener a los demócratas a cargo de la

Cámara de Representantes y del Senado, y que a las estadísticas y el sentido

popular los partiera un rayo.

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