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Una-tierra-prometida (1)

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Por suerte para nosotros, nada de esto se reflejó durante la campaña. La

prensa criticó duramente a Ryan cuando, en un intento de presentarme

como un progresista derrochador que subiría los impuestos, utilizó una serie

de gráficas con cifras que se demostró que eran disparatadas y

evidentemente erróneas. Más tarde, lo machacaron por haber enviado a un

joven ayudante para que me siguiese de forma agresiva cámara de vídeo en

mano, que llegó a entrar conmigo al servicio e incluso siguió pegado a mí

mientras intentaba hablar con Michelle y las niñas, con la esperanza de

pillarme dando un patinazo. La puntilla llegó cuando la prensa se hizo con

documentos confidenciales del divorcio de Ryan, en los que su exmujer lo

acusaba de haberla presionado para visitar clubes de alterne, y de intentar

obligarla a mantener relaciones sexuales ante desconocidos. Al cabo de una

semana, Ryan retiró su candidatura.

Cuando faltaban solo cinco meses para las elecciones generales, de

pronto me quedé sin rival.

«Solo sé —anunció Gibbs— que, cuando todo esto acabe, nos vamos a

Las Vegas.»

Igualmente mantuve una agenda extenuante: con frecuencia, tras terminar

mi jornada en Springfield, recorría las ciudades cercanas para asistir a actos

de campaña. Cuando volvía de uno de ellos, recibí una llamada de alguien

del equipo de John Kerry, que me invitaba a dar el discurso inaugural en la

Convención Nacional Demócrata que se celebraría en Boston a finales de

julio. Que no sintiese vértigo ni me pusiese nervioso solo se explica por lo

absolutamente inverosímil que había sido el año que acababa de vivir.

Axelrod me ofreció reunir al equipo para iniciar el proceso de redactar un

discurso, pero le dije que no hacía falta.

«Déjame probar a mí —añadí—. Sé lo que quiero decir.»

Dediqué varios días a escribir mi discurso, sobre todo por las noches.

Tirado en mi cama en el Hotel Renaissance de Springfield, mientras el

ruido de un partido en el televisor sonaba de fondo, rellené un cuaderno de

notas amarillo con mis reflexiones. Las palabras fluían, una síntesis de la

política a la que había aspirado desde mis inicios en la universidad y de mis

conflictos internos que habían dado pie al viaje hacia el lugar en el que me

encontraba. Sentía que tenía la cabeza llena de voces; de mi madre, de mis

abuelos, de mi padre; de las personas con las que había colaborado como

trabajador comunitario y de la gente que participó en la campaña. Pensé en

todas esas personas que había conocido, que a pesar de tener sobrados

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