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Una-tierra-prometida (1)

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de investigación del Departamento de Justicia era un imperativo

democrático fundamental, y eso quedó claramente manifiesto cuando las

comparecencias del caso Watergate mostraron que el fiscal general de

Richard Nixon, John Mitchell, había participado de forma activa en el

encubrimiento de los delitos de la Casa Blanca y había iniciado

investigaciones a enemigos del presidente. La Administración Bush fue

acusada de violar esa norma en 2006 cuando despidió a nueve fiscales

federales porque al parecer no los consideraba lo bastante comprometidos

con su agenda ideológica. La única mancha en los impecables antecedentes

de Eric era la insinuación de que había cedido a la presión política cuando,

como vicefiscal general, había apoyado a Bill Clinton en el indulto a uno de

sus donantes principales en los últimos días de la Administración. Más

tarde Eric aclaró que se arrepentía de la decisión, y justo esa era el tipo de

situaciones que yo tenía intención de evitar. Por lo tanto, y aunque

discutíamos con frecuencia cuestiones generales de la estrategia del

Departamento de Justicia, teníamos cuidado de mantenernos alejados de

cualquier asunto que pudiese comprometer mínimamente su independencia

como el principal agente de la ley en Estados Unidos.

Aun así, no había forma de eludir el hecho de que las decisiones de

cualquier fiscal general tenían consecuencias políticas; cosa que a mi

equipo le gustaba recordarme y que Eric a veces olvidaba. Por ejemplo, se

sorprendió y ofendió cuando, un mes más tarde de que yo asumiera la

presidencia, Axe lo llamó al orden por decir en un discurso que dio durante

el Mes de la Historia Negra que Estados Unidos era una «nación de

cobardes» al hablar de su escasa disposición a discutir los problemas

raciales; una observación sin duda cierta, pero no necesariamente el titular

que estábamos buscando para el final de mis primeras semanas como

presidente. También pareció pillarlo con la guardia baja la presión que

tuvimos que aguantar en la Casa Blanca cuando el Departamento de Justicia

tomó la decisión, jurídicamente sólida aunque políticamente nociva, de no

procesar a ninguno de los ejecutivos de los bancos por su responsabilidad

en la crisis financiera. Y tal vez fue esa candidez de Eric, su confianza en

que en última instancia la lógica y la razón prevalecían, lo que hizo que no

registrara la rapidez con la que estaba cambiando el terreno político en 2009

cuando anunció que Khalid Sheikh Mohamed y otros cuatro cómplices de

los ataques del 11-S finalmente iban a ser procesados en un juzgado del

bajo Manhattan.

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