Una-tierra-prometida (1)

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07.09.2022 Views

antecedente legal que permitía a las fuerzas del orden público unaexcepción si estaban intentando neutralizar una amenaza activa. Tras hablardurante casi una hora con los agentes, el sospechoso brindó valiosainformación sobre sus conexiones con Al Qaeda, su entrenamiento enYemen, el origen del artefacto explosivo y lo que sabía de otrasconspiraciones. Más tarde se le leyeron sus derechos y se le concedióacceso a un abogado.Según nuestros críticos, prácticamente habíamos dejado en libertad alhombre. «Por el amor de Dios, ¿por qué dejas de interrogar al terrorista?»,declaró en televisión el antiguo alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani. JoeLieberman insistía en que Abdulmutallab tenía condición de combatienteenemigo y, como tal, debería haber sido entregado a las autoridadesmilitares para que lo interrogaran y detuvieran. Y en la acalorada carrerahacia el Senado de Massachusetts que se estaba llevando a cabo en esosmomentos, el republicano Scott Brown utilizó nuestra gestión del caso paraponer a la demócrata Martha Coakley a la defensiva.Como le gustaba señalar a Eric Holder, la ironía era que laAdministración Bush había manejado casi todos los casos de sospechososde terrorismo detenidos en suelo estadounidense (incluido el de ZacariasMoussaoui, uno de los organizadores del 11-S) exactamente de la mismamanera. Lo habían hecho así porque la Constitución de Estados Unidos loexigía: en los únicos dos casos en los que la Administración Bush habíadeclarado sospechosos de terrorismo a detenidos en Estados Unidos como«combatientes enemigos» sujetos a detención indefinida, las cortesfederales se habían interpuesto y habían forzado su regreso al sistema penal.Es más, cumplir con la ley realmente funcionaba. El Departamento deJusticia de Bush había condenado con éxito a más de cien sospechosos deterrorismo, cuyas sentencias eran como mínimo igual de duras que laspocas que habían dictaminado las comisiones militares. Moussaoui, porejemplo, estaba cumpliendo varias cadenas perpetuas en una cárcel federal.En el pasado este procedimiento penal lícito había recibido los mayoreselogios de conservadores, del señor Giuliani incluido.«Sería realmente grave —me dijo Eric un día— que Giuliani y el resto delos críticos se creyeran de veras lo que dicen. Pero él es un exfiscal. Él sabede lo que habla. No tiene vergüenza.»En su condición de persona clave para alinear las prácticas antiterroristasde Estados Unidos con los principios constitucionales, Eric cargaba con el

mayor peso de toda esa indignación prefabricada. No parecía importarle,sabía que era algo que venía con el puesto, pero no creía que fuesecasualidad ser el blanco favorito de mi Administración para la mayor partede la virulencia republicana y los teóricos de la conspiración de Fox News.«Cuando me gritan a mí, hermano —me decía Eric dándome unapalmadita en la espalda con una sonrisa irónica—, sé que es en ti en quienestán pensando.»Podía entender por qué los que se oponían a mi presidencia veían en Erica un sustituto conveniente. Alto y ecuánime, había crecido en Queens,Nueva York, hijo de padres de clase media con ascendencia de Barbados(«De ahí ese toque isleño», le dije). Había estudiado en la mismauniversidad que yo, Columbia, una década antes, y había jugado albaloncesto y participado en protestas en el campus. Mientras estaba en lafacultad de Derecho, se había interesado por los derechos humanos y habíahecho una pasantía de verano en el Fondo para la Defensa Legal de laAsociación Nacional para el Avance de la Gente de Color. Al igual que yo,había preferido el servicio público a un puesto en un bufete de abogados, yhabía trabajado como fiscal en la División de Integridad Pública delDepartamento de Justicia y luego como juez federal en el Tribunal Supremode Washington. Finalmente, Bill Clinton lo había designado fiscal federalen el distrito de Columbia y más tarde vicefiscal general de Estados Unidos,el primer afroamericano en ocupar ese puesto.Tanto Eric como yo teníamos una confianza absoluta en la ley. Unaconfianza, atemperada por la experiencia personal y por nuestroconocimiento de la historia, en que utilizando argumentos razonables ymanteniéndonos fieles a los ideales y a las instituciones de nuestrademocracia Estados Unidos podía ser un país mejor. Fue sobre la base deesos principios compartidos, más que por nuestra amistad u otro consensosobre temas particulares, por lo que quise que fuera mi fiscal general. Y esetambién fue el motivo por el que acabaría siendo tan escrupuloso a la horade blindar su oficina de las interferencias de Washington en causas einvestigaciones pendientes.No había ninguna ley que prohibiera expresamente esas interferencias. Alfin y al cabo, el fiscal general y sus sustitutos formaban parte del poderejecutivo y por lo tanto estaban al servicio de la voluntad del presidente.Pero el fiscal general era ante todo el abogado de la gente y no el consejerodel presidente. Mantener la política al margen de las decisiones procesales y

mayor peso de toda esa indignación prefabricada. No parecía importarle,

sabía que era algo que venía con el puesto, pero no creía que fuese

casualidad ser el blanco favorito de mi Administración para la mayor parte

de la virulencia republicana y los teóricos de la conspiración de Fox News.

«Cuando me gritan a mí, hermano —me decía Eric dándome una

palmadita en la espalda con una sonrisa irónica—, sé que es en ti en quien

están pensando.»

Podía entender por qué los que se oponían a mi presidencia veían en Eric

a un sustituto conveniente. Alto y ecuánime, había crecido en Queens,

Nueva York, hijo de padres de clase media con ascendencia de Barbados

(«De ahí ese toque isleño», le dije). Había estudiado en la misma

universidad que yo, Columbia, una década antes, y había jugado al

baloncesto y participado en protestas en el campus. Mientras estaba en la

facultad de Derecho, se había interesado por los derechos humanos y había

hecho una pasantía de verano en el Fondo para la Defensa Legal de la

Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color. Al igual que yo,

había preferido el servicio público a un puesto en un bufete de abogados, y

había trabajado como fiscal en la División de Integridad Pública del

Departamento de Justicia y luego como juez federal en el Tribunal Supremo

de Washington. Finalmente, Bill Clinton lo había designado fiscal federal

en el distrito de Columbia y más tarde vicefiscal general de Estados Unidos,

el primer afroamericano en ocupar ese puesto.

Tanto Eric como yo teníamos una confianza absoluta en la ley. Una

confianza, atemperada por la experiencia personal y por nuestro

conocimiento de la historia, en que utilizando argumentos razonables y

manteniéndonos fieles a los ideales y a las instituciones de nuestra

democracia Estados Unidos podía ser un país mejor. Fue sobre la base de

esos principios compartidos, más que por nuestra amistad u otro consenso

sobre temas particulares, por lo que quise que fuera mi fiscal general. Y ese

también fue el motivo por el que acabaría siendo tan escrupuloso a la hora

de blindar su oficina de las interferencias de Washington en causas e

investigaciones pendientes.

No había ninguna ley que prohibiera expresamente esas interferencias. Al

fin y al cabo, el fiscal general y sus sustitutos formaban parte del poder

ejecutivo y por lo tanto estaban al servicio de la voluntad del presidente.

Pero el fiscal general era ante todo el abogado de la gente y no el consejero

del presidente. Mantener la política al margen de las decisiones procesales y

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