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Una-tierra-prometida (1)

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antecedente legal que permitía a las fuerzas del orden público una

excepción si estaban intentando neutralizar una amenaza activa. Tras hablar

durante casi una hora con los agentes, el sospechoso brindó valiosa

información sobre sus conexiones con Al Qaeda, su entrenamiento en

Yemen, el origen del artefacto explosivo y lo que sabía de otras

conspiraciones. Más tarde se le leyeron sus derechos y se le concedió

acceso a un abogado.

Según nuestros críticos, prácticamente habíamos dejado en libertad al

hombre. «Por el amor de Dios, ¿por qué dejas de interrogar al terrorista?»,

declaró en televisión el antiguo alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani. Joe

Lieberman insistía en que Abdulmutallab tenía condición de combatiente

enemigo y, como tal, debería haber sido entregado a las autoridades

militares para que lo interrogaran y detuvieran. Y en la acalorada carrera

hacia el Senado de Massachusetts que se estaba llevando a cabo en esos

momentos, el republicano Scott Brown utilizó nuestra gestión del caso para

poner a la demócrata Martha Coakley a la defensiva.

Como le gustaba señalar a Eric Holder, la ironía era que la

Administración Bush había manejado casi todos los casos de sospechosos

de terrorismo detenidos en suelo estadounidense (incluido el de Zacarias

Moussaoui, uno de los organizadores del 11-S) exactamente de la misma

manera. Lo habían hecho así porque la Constitución de Estados Unidos lo

exigía: en los únicos dos casos en los que la Administración Bush había

declarado sospechosos de terrorismo a detenidos en Estados Unidos como

«combatientes enemigos» sujetos a detención indefinida, las cortes

federales se habían interpuesto y habían forzado su regreso al sistema penal.

Es más, cumplir con la ley realmente funcionaba. El Departamento de

Justicia de Bush había condenado con éxito a más de cien sospechosos de

terrorismo, cuyas sentencias eran como mínimo igual de duras que las

pocas que habían dictaminado las comisiones militares. Moussaoui, por

ejemplo, estaba cumpliendo varias cadenas perpetuas en una cárcel federal.

En el pasado este procedimiento penal lícito había recibido los mayores

elogios de conservadores, del señor Giuliani incluido.

«Sería realmente grave —me dijo Eric un día— que Giuliani y el resto de

los críticos se creyeran de veras lo que dicen. Pero él es un exfiscal. Él sabe

de lo que habla. No tiene vergüenza.»

En su condición de persona clave para alinear las prácticas antiterroristas

de Estados Unidos con los principios constitucionales, Eric cargaba con el

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