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Una-tierra-prometida (1)

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penitenciario federal— que pudiese albergar de inmediato los detenidos

transferidos desde allí, mientras decidíamos su destino final.

Y en ese punto el Congreso entró en pánico. A los republicanos les

llegaron rumores de que estábamos considerando un posible reasentamiento

de los uigures en Virginia (la mayoría iban a ser trasladados a terceros

países, incluida Bermuda y Palau), y se dirigieron a los medios para advertir

a los votantes de que mi Administración tenía planes de reubicar a los

terroristas en sus barrios; tal vez hasta en la casa de al lado. Eso puso a los

congresistas demócratas comprensiblemente nerviosos, y al final acordaron

incluir una cláusula en el proyecto de ley sobre gasto de defensa que

prohibía el uso de cualquier fondo proveniente de los contribuyentes para el

traslado de detenidos a Estados Unidos en cualquier circunstancia excepto

para su juicio. También establecía que Bob Gates debía presentar un plan

formal al Congreso antes de elegir una nueva instalación y cerrar

Guantánamo. En la primavera de 2010, Dick Durbin nos ofreció la

posibilidad de usar una cárcel estatal prácticamente desocupada en

Thomson, Illinois, que podía albergar hasta noventa detenidos provenientes

de Guantánamo. A pesar de los puestos de trabajo que eso generaría a los

habitantes de una zona rural duramente golpeada por la crisis, el Congreso

se negó a aportar los trescientos cincuenta millones de dólares que hacían

falta para comprar y renovar la instalación; algunos demócratas liberales

llegaron a repetir los argumentos de los republicanos de que cualquier

centro de detención en suelo estadounidense solo podía convertirse en el

blanco principal de futuros ataques terroristas.

Para mí eso no tenía ningún sentido. Los conspiradores terroristas no

eran equipos SEAL del Cuerpo de Marines. Si Al Qaeda fuera a planificar

otro ataque en Estados Unidos, estallar un artefacto explosivo rudimentario

en el metro de Nueva York o en un abarrotado centro comercial en Los

Ángeles sería mucho más devastador —y fácil— que tratar de atentar

contra un reforzado centro penitenciario en medio de la nada y repleto de

personal militar norteamericano fuertemente armado. De hecho, había

mucho más de cien terroristas condenados que ya estaban cumpliendo

condena sin incidentes en cárceles federales por todo el país. «Estamos

actuando como si esos tipos fueran un puñado de supervillanos salidos de

una peli de James Bond —le dije a Denis exasperado—. Cualquier preso

promedio de las cárceles de máxima seguridad se comería crudo a esos

detenidos.»

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