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Una-tierra-prometida (1)

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quiero es que la gente haga su maldito trabajo. Y si hay alguien aquí que no

pueda formar parte de un equipo, también acabará fuera. Lo digo en serio.

La sala quedó en silencio. Me di la vuelta y salí con Ben siguiéndome los

pasos. Al parecer, teníamos agendada una reunión para preparar un

discurso.

—Stan me caía bien —comenté en voz baja mientras caminábamos.

—No tenía otra opción —dijo Ben.

—Sí —contesté sacudiendo la cabeza—. Lo sé. Pero eso no lo hace más

fácil.

Pese a que el despido de McChrystal salió en primera plana (y reforzó la

convicción en el Partido Republicano de que yo no era apto para ejercer

como comandante en jefe), no era el tipo de historia que necesariamente

hace cambiar de voto a los indecisos en las elecciones. A medida que se

acercaban las elecciones de medio mandato, los republicanos se centraron

en un asunto de seguridad nacional que quedaba más cerca de casa. Resultó

que a una sólida mayoría de estadounidenses en realidad no les gustaba la

idea de juzgar a los sospechosos de terrorismo en los tribunales penales

civiles en territorio nacional. De hecho, a la mayoría de ellos no les

preocupaba ni siquiera que tuvieran un juicio, justo o injusto.

Tuvimos un primer indicio de eso cuando intenté avanzar con mi

promesa de cerrar el centro militar de detención de la Bahía de

Guantánamo. En abstracto, la mayoría de congresistas demócratas apoyaba

mi argumento de que mantener allí indefinidamente a los prisioneros

extranjeros sin someterles a juicio era una mala idea. La práctica violaba

nuestras tradiciones constitucionales e incumplía la Convención de Ginebra.

Complicaba nuestra política exterior y desalentaba a la cooperación de

nuestros aliados más cercanos en las iniciativas antiterroristas. Y de manera

perversa, promovía el reclutamiento de Al Qaeda, lo que en conjunto nos

dejaba en una situación menos segura. Algunos republicanos —el más

sorprendente de todos, John McCain— estaban de acuerdo.

Pero para cerrar efectivamente la instalación teníamos que decidir qué

hacer con los doscientos cuarenta y dos presos que estaban retenidos en

Guantánamo cuando asumí el cargo. Muchos eran combatientes mal

entrenados, de bajo nivel, que habían sido atrapados de forma aleatoria en

el campo de batalla y planteaban un escaso o nulo peligro para Estados

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