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Una-tierra-prometida (1)

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dando a entender que debería haberle prestado más atención personal al

general.

Más allá del resentimiento que el artículo iba a provocar —reabriendo

unas divisiones en el equipo afgano que yo creía que habían quedado atrás

—, retrataba a McChrystal y a su equipo como una arrogante pandilla de

amigos de la universidad. No quería ni imaginar cómo se sentirían los

padres de Cory Remsburg si leían el artículo.

—No sé en qué diablos estaba pensando —me dijo Gates, tratando de

controlar los daños.

—No estaba pensando —dije secamente—. Le engañaron.

El equipo me preguntó cómo quería manejar la situación. Les dije que

todavía no lo había decidido pero que mientras tomaba una decisión, quería

a McChrystal a bordo del siguiente vuelo a Washington. Al principio me

sentía inclinado a dejar que el general se marchara con una severa

reprimenda, y no solo porque Bob Gates insistía en que seguía siendo el

hombre más indicado para dirigir el conflicto. Sabía que, si alguien hubiese

grabado alguna vez ciertas conversaciones privadas entre mi equipo sénior

y yo, también habríamos podido sonar bastante odiosos. Y aunque

McChrystal y su círculo más cercano habían mostrado un criterio nefasto al

hablar de ese modo frente a un periodista, ya fuera por descuido o vanidad,

todos en la Casa Blanca habían dicho algo que no debían en alguna

entrevista. Si no había echado a Hillary, ni a Rahm, Valerie ni a Ben por

hablar de más, ¿por qué iba a tratar a McChrystal de forma distinta?

Pero en el transcurso de las siguientes veinticuatro horas decidí que

aquello era distinto. A todos los mandos militares con los que me cruzaba

les gustaba recordarme que las fuerzas armadas de Estados Unidos

dependían totalmente de una rígida disciplina, de códigos de conducta

claros, de la cohesión del equipo y de unas estrictas cadenas de mando.

Porque las apuestas eran siempre las más altas. Porque cualquier error a la

hora de actuar como parte de un equipo, cualquier fallo individual tenía

consecuencias mucho peores que la vergüenza o la pérdida de beneficios.

La gente podía morir. Cualquier cabo o capitán que desacreditaba

públicamente a unos oficiales superiores con expresiones tan claras debía

pagar un precio muy alto. No me pareció que se pudiera aplicar un criterio

distinto a un general de cuatro estrellas, no importaba lo talentoso, valiente

o condecorado que fuera.

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