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Una-tierra-prometida (1)

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nacido en Pakistán y que había recibido entrenamiento de los talibanes de

allí— intentó detonar sin éxito un coche bomba en pleno Times Square.

Aun así, que ciento ochenta mil soldados siguieran desplegados en

guerras en el extranjero empañaba las elecciones de medio mandato. Y

aunque estábamos entrando en la fase final de la retirada de Irak, y las

últimas brigadas de combate estaban dispuestas para regresar al país en

agosto, era probable que la ofensiva de verano en Afganistán generara un

penoso aumento de víctimas estadounidenses. Me había impresionado el

liderazgo de Stan McChrystal en las fuerzas de la coalición: las tropas

adicionales que yo había autorizado ayudaron a recuperar territorio de los

talibanes y al adiestramiento del ejército afgano, y McChrystal incluso llegó

a convencer al presidente Karzai para que se aventurara fuera de su palacio

y empezara a comprometerse con la población a la que decía representar.

Con todo, cada vez que me reunía con soldados heridos en el Centro

Médico Militar Nacional Walter Reed, en Bethesda, recordaba el horrible

precio que estábamos pagando por esa lenta mejora. Mis primeras visitas

habían durado más o menos una hora, pero ahora solía quedarme casi el

doble, ya que el hospital estaba prácticamente lleno. En una visita, entré en

una habitación y me encontré a una víctima del estallido de un artefacto

explosivo improvisado postrado en la cama y atendido por su madre. En un

costado de la cabeza parcialmente afeitada se veían unas gruesas cicatrices.

Parecía ciego del ojo derecho y con el cuerpo parcialmente paralizado, en

un brazo tenía heridas graves protegidas por una férula. Según el médico

que me informó antes de entrar, el paciente había pasado tres meses en

coma antes de recobrar el conocimiento. Sufría daño cerebral permanente y

acababa de someterse a una cirugía de reconstrucción de algunas partes del

cráneo.

—Cory, el presidente ha venido a verte —dijo la madre animándole. El

joven no podía hablar, pero esbozó una leve sonrisa y asintió.

—Un gusto conocerte, Cory —dije, dándole con suavidad la mano libre.

—En realidad ya se conocen —dijo la madre—. Mire.

Señaló una fotografía pegada a la pared con cinta adhesiva y me acerqué

a examinar la imagen en la que se me veía junto a un sonriente grupo de

rangers del ejército. Entonces caí en la cuenta de que el soldado herido que

yacía en la cama era el sargento primero Cory Remsburg, el alegre y joven

paracaidista con el que había charlado hacía menos de un año en la

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