Una-tierra-prometida (1)
recorrido de la tormenta. Si sus cálculos sobre la presión subterránea eranincorrectos, corrían el riesgo de que el dispositivo no aguantara y, peor aún,generara una fractura en el lecho marino, lo que desencadenaría todavíamás filtraciones problemáticas. Evidentemente, abrir las válvulas implicabareiniciar el vertido de petróleo en el golfo, algo que nadie quería. Trasrealizar una última serie de cálculos, Chu estuvo de acuerdo en que laapuesta valía la pena y en que dejásemos las válvulas cerradas mientras caíala tormenta.Una vez más, el dispositivo se mantuvo en su sitio.Cuando oímos las noticias no hubo celebraciones en la Casa Blanca, soloun enorme alivio. Pasaron un par de meses y una serie de procedimientosadicionales hasta que BP declaró el pozo Macondo permanentementesellado, y las labores de limpieza continuaron hasta el final del verano. Laprohibición de pescar se fue levantando poco a poco, y se certificó que losmariscos del golfo eran seguros. Se reabrieron las playas y en agosto llevé ami familia a Panama City Beach, Florida, a unas «vacaciones» de dos díaspara impulsar a la industria del turismo en la región. En una foto de aquelviaje, que sacó Pete Souza y que más tarde publicó la Casa Blanca, se nosve a Sasha y a mí chapoteando en el agua, un mensaje para losestadounidenses de que era seguro nadar en el golfo. Malia no salía en lafoto porque estaba en un campamento de verano. Y Michelle tampocoestaba porque, como me dijo poco después de mi elección: «Uno de misprincipales objetivos como primera dama es que jamás me saquen una fotoen traje de baño».En gran medida habíamos evitado el peor escenario, y en los mesessiguientes incluso algunos críticos como James Carville admitieron quenuestra respuesta había sido más efectiva de lo que se nos había reconocido.La costa y las playas del golfo sufrieron menos daños visibles de lo que seesperaba, y apenas un año después del accidente la región disfrutó de lamayor temporada turística de su historia. Creamos un proyecto derestauración de la costa del golfo que consistía en penalizacionesadicionales impuestas a BP y permitía al Gobierno federal, estatal y a lasautoridades locales empezar a revertir algunos de los deteriorosmedioambientales que venían sucediendo desde mucho antes de laexplosión. Con algunos empujoncitos de los juzgados federales, BPfinalmente pagó liquidaciones por un monto superior a los veinte milmillones iniciales del fondo de respuesta. Y aunque el informe preliminar
de la comisión de vertidos de petróleo que yo había creado criticó con razónla supervisión del MMS de las actividades de BP en el Macondo, al igualque nuestra incapacidad para valorar con precisión la gravedad de lasfiltraciones en el momento posterior a la explosión, en otoño, tanto laprensa como la sociedad habían pasado página.Sin embargo, yo seguía obsesionado con las imágenes de aquellascolumnas de petróleo que salían por las grietas en la tierra y se perdían enlas fantasmagóricas profundidades del océano. Los expertos de laAdministración me decían que llevaría años comprender la verdaderamagnitud del impacto medioambiental que había provocado el vertido de laDeepwater. Las mejores estimaciones concluían que el Macondo habíasoltado al menos cuatro millones de barriles de petróleo a mar abierto, yque como mínimo dos tercios de esa cantidad se había recogido, quemadoo, de lo contrario, dispersado. Adónde había ido a parar el resto, quéhorroroso saldo iba a implicar para la fauna, cuánto petróleo finalmente seiba a asentar en el lecho marino y qué efectos a largo plazo iba a tener en elecosistema del golfo eran cuestiones que después de que pasaran muchosaños podríamos evaluar en conjunto.Lo que no era ningún misterio era el impacto político del vertido. Con lacrisis a nuestras espaldas y las elecciones de medio mandato a la vuelta dela esquina, estábamos preparados para transmitir un moderado optimismo ala sociedad; podíamos afirmar que el país estaba finalmente dando un giro ydestacar el trabajo que había hecho mi Administración en los últimosdieciséis meses para marcar un cambio claro en la vida de la gente. Pero laúnica impresión que se registraba en los votantes era la de una catástrofemás que el Gobierno parecía incapaz de resolver. Le pedí a Axe que mediera su mejor cálculo de las posibilidades que teníamos de que losdemócratas mantuvieran el control de la Cámara de Representantes. Memiró como si estuviera bromeando.«Estamos jodidos», dijo.Desde el día en que asumí el cargo supimos que las elecciones de mediomandato iban a ser difíciles. Históricamente, el partido que tenía el controlde la Casa Blanca casi siempre perdía escaños después de los dos primerosaños en el poder, como mínimo algunos votantes encontraban motivos parasentirse decepcionados. La participación general también caía en las
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de la comisión de vertidos de petróleo que yo había creado criticó con razón
la supervisión del MMS de las actividades de BP en el Macondo, al igual
que nuestra incapacidad para valorar con precisión la gravedad de las
filtraciones en el momento posterior a la explosión, en otoño, tanto la
prensa como la sociedad habían pasado página.
Sin embargo, yo seguía obsesionado con las imágenes de aquellas
columnas de petróleo que salían por las grietas en la tierra y se perdían en
las fantasmagóricas profundidades del océano. Los expertos de la
Administración me decían que llevaría años comprender la verdadera
magnitud del impacto medioambiental que había provocado el vertido de la
Deepwater. Las mejores estimaciones concluían que el Macondo había
soltado al menos cuatro millones de barriles de petróleo a mar abierto, y
que como mínimo dos tercios de esa cantidad se había recogido, quemado
o, de lo contrario, dispersado. Adónde había ido a parar el resto, qué
horroroso saldo iba a implicar para la fauna, cuánto petróleo finalmente se
iba a asentar en el lecho marino y qué efectos a largo plazo iba a tener en el
ecosistema del golfo eran cuestiones que después de que pasaran muchos
años podríamos evaluar en conjunto.
Lo que no era ningún misterio era el impacto político del vertido. Con la
crisis a nuestras espaldas y las elecciones de medio mandato a la vuelta de
la esquina, estábamos preparados para transmitir un moderado optimismo a
la sociedad; podíamos afirmar que el país estaba finalmente dando un giro y
destacar el trabajo que había hecho mi Administración en los últimos
dieciséis meses para marcar un cambio claro en la vida de la gente. Pero la
única impresión que se registraba en los votantes era la de una catástrofe
más que el Gobierno parecía incapaz de resolver. Le pedí a Axe que me
diera su mejor cálculo de las posibilidades que teníamos de que los
demócratas mantuvieran el control de la Cámara de Representantes. Me
miró como si estuviera bromeando.
«Estamos jodidos», dijo.
Desde el día en que asumí el cargo supimos que las elecciones de medio
mandato iban a ser difíciles. Históricamente, el partido que tenía el control
de la Casa Blanca casi siempre perdía escaños después de los dos primeros
años en el poder, como mínimo algunos votantes encontraban motivos para
sentirse decepcionados. La participación general también caía en las