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Una-tierra-prometida (1)

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última instancia nos hizo superar la crisis fue el resultado de dos decisiones

que había tomado mucho antes.

La primera estaba relacionada con asegurarnos de que BP cumpliera la

promesa que había hecho de compensar a los terceros afectados por el

vertido. Normalmente, el proceso para presentar reclamaciones requería que

las víctimas sortearan una serie de obstáculos burocráticos o incluso que

tuvieran que contratar abogados. La resolución de esas reclamaciones podía

tardar años y llegar cuando el operador del pequeño barco o la dueña del

restaurante ya habían perdido su trabajo. Pensamos que en este caso las

víctimas merecían una compensación más inmediata. También nos pareció

que ese era el momento de ejercer la mayor presión: las acciones de BP se

hundían, su imagen internacional estaba machacada, el Departamento de

Justicia investigaba a la compañía por posible negligencia criminal, y la

prohibición federal de perforar que habíamos impuesto creaba una enorme

incertidumbre en los accionistas.

—¿Puedo exprimirlos al máximo? —me preguntó Rahm.

—Hazlo, por favor —contesté.

Rahm se puso manos a la obra, los acosó, persuadió y amenazó como

solo él sabía hacerlo, y cuando llegó el momento de que me sentara a la

mesa con Tony Hayward y el presidente de BP, Carl-Henric Svanberg, en

una reunión el 16 de junio en la sala Roosevelt, ya estaban listos para sacar

la bandera blanca. (Hayward, que habló muy poco en la reunión, anunciaría

su salida de la compañía pocas semanas después.) BP no solo accedió a

poner veinte mil millones de dólares en un fondo de compensación a las

víctimas del vertido, sino que además acordamos que el dinero fuera

depositado en custodia y administrado de forma independiente por Ken

Feinberg, el mismo abogado que había manejado el fondo para las víctimas

del 11-S y controlado los planes de remuneración a ejecutivos de bancos

que recibían dinero del TARP. El fondo no resolvía la catástrofe

medioambiental, pero cumplía mi promesa de que todos los pescadores,

camaroneros, compañías de alquiler y demás que acumulaban pérdidas por

la crisis recibieran su parte.

La segunda buena decisión que tomé fue designar a Steve Chu para el

trabajo. Mi secretario de Energía estaba decepcionado tras sus primeros

encuentros con los ingenieros de BP («No son conscientes de la situación

con la que están lidiando», dijo Chu), y pronto empezó a dividir su tiempo

entre Houston y Washington. Le dijo a Thad Allen que los de BP «No

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