Una-tierra-prometida (1)
consistían sobre todo en planos generales de una borrosa mancha carmesírecortada sobre el mar azul verdoso— no captaban la totalidad de supotencial destructivo. Incluso cuando las olas cubiertas de petróleo y elamasijo de carburante conocido como bolas de alquitrán comenzaron allegar a las costas de Luisiana y Alabama, los equipos de audiovisuales notenían imágenes impactantes con las que trabajar, sobre todo considerandoque, tras décadas de perforación submarina, las aguas del golfo no estabanprecisamente libres de polución.La transmisión de la señal de vídeo submarina cambió todo eso. Depronto, la gente alrededor del mundo pudo ver cómo el petróleo salíavibrando en gruesas columnas por las grietas de los escombros. Según la luzque proyectaba la cámara, a veces parecían de un amarillo azufre, otrasmarrones o negras. Las turbias columnas tenían un aspecto contundente,amenazador, como efluvios del infierno. Las cadenas de noticias empezarona difundir la transmisión en una esquina de la pantalla durante las 24 horasdel día, junto a un reloj digital que les recordaba a los televidentes lacantidad de días, minutos y segundos desde que había empezado el vertido.Los vídeos parecían confirmar los cálculos que nuestros propios analistashabían hecho al margen de BP: las filtraciones estaban vertiendo una cifrade entre cuatro y diez veces la estimación original de cinco mil barriles depetróleo diarios. Pero más que las aterradoras cifras, lo que hizo que lacrisis se convirtiera en real en la mente de las personas fueron las imágenessubmarinas del pozo surtidor; junto a un repentino aumento de secuenciasadicionales de pelícanos cubiertos de petróleo. Gente que no había prestadodemasiada atención al vertido de pronto quiso saber por qué no estábamoshaciendo nada para detenerlo. En el consultorio de su dentista, mientras sesometía a una endodoncia, Salazar se vio mirando fijamente un televisorque colgaba del techo con una secuencia del vídeo. Los republicanosllamaban al vertido «el Katrina de Obama» y pronto empezaron a llovernoscríticas también de los demócratas; principalmente, las de James Carville,antiguo asistente de Clinton y natural de Luisiana, que salió enGoodmorning America atacando a gritos nuestra intervención, y dirigiendosus críticas específicamente contra mí: «¡Hombre, tienes que venir y cogerlas riendas de la situación! ¡Pon a alguien que se haga cargo y hagaprogresos de una vez!». Un niño de nueve años en silla de ruedas que vinode visita al despacho Oval con la fundación Make-a-Wish me alertó de quesi no conseguía que taparan la filtración pronto, iba a tener «un montón de
problemas políticos». Hasta Sasha se acercó a mí una mañana parapreguntarme, mientras me afeitaba: «¿Ya has tapado el agujero, papi?».En mi cabeza, aquellos oscuros ciclones de petróleo llegaron a simbolizarla cadena de crisis constantes que estábamos atravesando. Es más, dealguna manera me parecían vivos, una presencia malvada que se burlabaenérgicamente de mí. Hasta aquel punto de mi presidencia había mantenidola confianza fundamental de que no importaba lo feas que se pusieran lascosas con los bancos, las compañías de coches, Grecia o Afganistán,siempre encontraría una solución mediante procesos sensatos y decisionesinteligentes. Pero por más que presionaba con firmeza a BP o a mi equipo,y por más que asistía a innumerables reuniones en la sala de Crisis en lasque repasaba una y otra vez los datos y diagramas igual que en las sesionesde estrategia militar, parecía que aquellas filtraciones desafiaban cualquiersolución puntual. Debido a esa sensación de impotencia pasajera, ciertaamargura empezó a deslizarse en mi voz; una amargura que reconocía comohermana de la inseguridad en mí mismo.«¿Y qué piensa él que tengo que hacer? —le grité a Rahm tras escucharel exabrupto de Carville—. ¿Ponerme un puto traje de Aquaman y bajarnadando con una llave inglesa?»El coro de críticas desembocó en una conferencia de prensa en la CasaBlanca el 27 de mayo, en la que estuve respondiendo preguntas sobre elvertido de petróleo durante casi una hora. Enumeré metódicamente todas lascosas que habíamos hecho desde el momento en que explotó la Deepwatery expliqué las complejidades técnicas de las distintas estrategias que seestaban empleando para sellar el pozo. Reconocí los problemas del MMS,al igual que mi excesiva confianza en la habilidad de compañías como BPpara salvaguardar los riesgos. Anuncié la formación de una comisiónnacional para analizar la catástrofe y descifrar cómo prevenir ese tipo deaccidentes en el futuro, y enfaticé de nuevo la necesidad de una respuesta alargo plazo que disminuyera la dependencia de Estados Unidos de loscombustibles fósiles contaminantes.Al leer ahora la transcripción, una década más tarde, me impresiona lotranquilo y convincente que sueno. Tal vez me sorprende porque latranscripción no registra lo que recuerdo haber sentido entonces, ni seacerca a plasmar lo que realmente quería decir delante de los corresponsalesde prensa allí reunidos:
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problemas políticos». Hasta Sasha se acercó a mí una mañana para
preguntarme, mientras me afeitaba: «¿Ya has tapado el agujero, papi?».
En mi cabeza, aquellos oscuros ciclones de petróleo llegaron a simbolizar
la cadena de crisis constantes que estábamos atravesando. Es más, de
alguna manera me parecían vivos, una presencia malvada que se burlaba
enérgicamente de mí. Hasta aquel punto de mi presidencia había mantenido
la confianza fundamental de que no importaba lo feas que se pusieran las
cosas con los bancos, las compañías de coches, Grecia o Afganistán,
siempre encontraría una solución mediante procesos sensatos y decisiones
inteligentes. Pero por más que presionaba con firmeza a BP o a mi equipo,
y por más que asistía a innumerables reuniones en la sala de Crisis en las
que repasaba una y otra vez los datos y diagramas igual que en las sesiones
de estrategia militar, parecía que aquellas filtraciones desafiaban cualquier
solución puntual. Debido a esa sensación de impotencia pasajera, cierta
amargura empezó a deslizarse en mi voz; una amargura que reconocía como
hermana de la inseguridad en mí mismo.
«¿Y qué piensa él que tengo que hacer? —le grité a Rahm tras escuchar
el exabrupto de Carville—. ¿Ponerme un puto traje de Aquaman y bajar
nadando con una llave inglesa?»
El coro de críticas desembocó en una conferencia de prensa en la Casa
Blanca el 27 de mayo, en la que estuve respondiendo preguntas sobre el
vertido de petróleo durante casi una hora. Enumeré metódicamente todas las
cosas que habíamos hecho desde el momento en que explotó la Deepwater
y expliqué las complejidades técnicas de las distintas estrategias que se
estaban empleando para sellar el pozo. Reconocí los problemas del MMS,
al igual que mi excesiva confianza en la habilidad de compañías como BP
para salvaguardar los riesgos. Anuncié la formación de una comisión
nacional para analizar la catástrofe y descifrar cómo prevenir ese tipo de
accidentes en el futuro, y enfaticé de nuevo la necesidad de una respuesta a
largo plazo que disminuyera la dependencia de Estados Unidos de los
combustibles fósiles contaminantes.
Al leer ahora la transcripción, una década más tarde, me impresiona lo
tranquilo y convincente que sueno. Tal vez me sorprende porque la
transcripción no registra lo que recuerdo haber sentido entonces, ni se
acerca a plasmar lo que realmente quería decir delante de los corresponsales
de prensa allí reunidos: