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Una-tierra-prometida (1)

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defensor de las grandes compañías petroleras y ferviente opositor a que las

regulaciones medioambientales se reforzaran.

Luchando para anticiparse a cualquier cambio en la opinión pública,

Jindal pasó la mayor parte del tiempo presentándome un plan para levantar

rápidamente una isla barrera —un arcén— a lo largo de una porción de la

costa de Luisiana. Insistía en que eso iba a permitir contener la inminente

mancha de petróleo.

«Ya tenemos a las constructoras haciendo cola para la obra —dijo. Su

tono era confiado, casi arrogante, aunque sus ojos negros delataban cierta

desconfianza, casi dolor, al sonreír—. Solo necesitamos que nos ayude a

que el cuerpo de ingenieros del ejército lo apruebe y a que BP lo pague.»

De hecho, yo ya había escuchado hablar de la idea del arcén. Las

valoraciones preliminares de nuestros expertos indicaban que era

impracticable, caro y potencialmente contraproducente. Sospechaba que

Jindal también lo sabía. La propuesta era ante todo una jugada política, una

manera de mostrarse proactivo mientras evadía las preguntas generales que

el vertido planteaba sobre los riesgos de la perforación en aguas profundas.

De todas formas, dada la magnitud de la crisis, no quería que me vieran

desechando ninguna idea, y le aseguré al gobernador que el cuerpo de

ingenieros del ejército iba a hacer una valoración rápida y exhaustiva de su

plan del arcén.

Como hacía un tiempo demasiado malo para volar en el Marine One, nos

pasamos la mayor parte del día en coche. En el asiento trasero del SUV,

contemplé el tejido irregular de vegetación, lodo, cieno y pantano que se

extendía erráticamente a ambos lados del río Mississippi y salía hacia el

golfo. Durante siglos los seres humanos habían luchado para doblegar aquel

original paisaje a su voluntad, al igual que ahora lo quería hacer Jindal con

su arcén, construyendo zanjas, presas, diques, canales, esclusas, puertos,

puentes, carreteras y autopistas al servicio del comercio y la expansión,

reconstruyéndolos una y otra vez tras los huracanes e inundaciones,

impávidos ante las implacables mareas. Pensé que había cierta nobleza en

semejante terquedad, parte del espíritu voluntarioso que había levantado a

Estados Unidos.

Aun así, en cuanto al mar y al poderoso río que desembocaba en él, las

victorias de la ingeniería resultaban fugaces y toda idea de control, ilusoria.

Luisiana perdía más de cuatro mil hectáreas de tierra al año porque el

cambio climático aumentaba el nivel del mar y provocaba que los huracanes

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