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Una-tierra-prometida (1)

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Decker, los dos talentosos ayudantes que dirigían mis operaciones en la

zona.

Cuando hablaba con los votantes en los primeros tiempos de mi campaña

solía abordar los asuntos en torno a los que giraba mi candidatura, como

acabar con las exenciones de impuestos a las empresas que estaban

trasladando empleos al extranjero, promover las energías renovables o

facilitar el acceso de los jóvenes a la universidad. Explicaba por qué me

había opuesto a la guerra en Irak; agradecía el extraordinario servicio de

nuestros soldados, pero cuestionaba por qué habíamos empezado una nueva

guerra cuando todavía no habíamos acabado la de Afganistán y Osama bin

Laden aún estaba huido.

Con el tiempo fui centrándome más y más en escuchar. Y cuanto más lo

hacía, más se abría la gente a mí. Me contaban lo que sentían cuando los

despedían después de toda una vida trabajando, cuando los desahuciaban o

cuando tenían que vender la granja familiar. Me contaban que no podían

permitirse pagar un seguro de salud, y que a veces partían por la mitad las

pastillas que les prescribía el médico para intentar que les durasen más.

Hablaban de los jóvenes que habían tenido que emigrar porque no había

buenos trabajos en sus pueblos, o de quienes habían tenido que abandonar

la universidad a punto de graduarse porque no podían pagar los gastos de

matrícula.

Mi discurso dejó de ser una sucesión de tomas de posición sobre diversos

asuntos y se convirtió en una crónica de estas voces dispares, un coro de

ciudadanos de todos los rincones del estado.

«Esto es lo que pasa —decía—. La mayoría de las personas, sean de

donde sean y tengan el aspecto que tengan, aspiran a lo mismo. No buscan

hacerse multimillonarios. No esperan que otra persona haga lo que pueden

hacer por sí mismas.

»Pero sí creen que, si están dispuestas a trabajar, deberían poder

encontrar un empleo que permita mantener a una familia. Que no deberían

arruinarse solo por haber caído enfermas. Que sus hijos deberían poder

recibir una buena educación, que los prepare para esta nueva economía, y

deberían poder costearse la universidad si se han esforzado para ello.

Quieren estar a salvo de delincuentes y terroristas. Y consideran que, tras

toda una vida de trabajo, deberían poder jubilarse con dignidad y respeto.

»Es básicamente esto. No es tanto. Y, aunque no esperan que el Gobierno

resuelva todos sus problemas, sí saben, en lo más profundo, que bastaría un

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