Una-tierra-prometida (1)
Estados Unidos o para sus vecinos, y que «incluso una guerra exitosa contraIrak exigirá una ocupación estadounidense del país de duración indefinida,a un coste indefinido, con consecuencias indefinidas». Concluí sugiriendoque si el presidente Bush tenía ganas de pelea, debería rematar el trabajocontra Al Qaeda, dejar de apoyar regímenes represivos, y cortar ladependencia de Estados Unidos del petróleo de Oriente Próximo.Volví a mi asiento. El público aplaudió. Cuando abandoné la plaza,supuse que mis comentarios serían poco más que una nota al pie. Lasinformaciones de prensa apenas habían mencionado mi presencia en el acto.Tan solo unos meses después de que una coalición liderada por EstadosUnidos empezase a bombardear Bagdad, los demócratas comenzaron a darla espalda a la guerra en Irak. A medida que aumentaban el caos y elnúmero de víctimas, la prensa empezó a hacer preguntas que se deberíanhaber planteado desde el principio. Una oleada de activismo de base llevó aun casi desconocido gobernador de Vermont, Howard Dean, a enfrentarse acandidatos en las elecciones presidenciales de 2004, como John Kerry, quehabían votado a favor de la guerra en Irak. El breve discurso que di en laconcentración contra la guerra de repente parecía premonitorio y empezó acircular por internet. Mis jóvenes ayudantes tuvieron que explicarme quédiablos tenían que ver los «blogs» y «MySpace» con la avalancha denuevos voluntarios y donaciones de base que de pronto estábamosrecibiendo.Ser candidato estaba siendo divertido. En Chicago, pasaba los sábadossumergiéndome en barrios étnicos —mexicanos, italianos, indios, polacos,griegos—, comiendo y bebiendo, participando en desfiles, besando bebés yabrazando abuelas. Los domingos asistía a iglesias negras, algunas de lascuales eran modestos edificios metidos con calzador entre salones de uñas ygaritos de comida rápida, y otras, en cambio, gigantescas megaiglesias conzonas de estacionamiento del tamaño de campos de fútbol. Iba saltando deunos extrarradios a otros, desde la arbolada North Shore con todas susmansiones hasta pueblos situados justo al borde meridional y occidental dela ciudad, a los que la pobreza y los edificios abandonados hacían, enalgunos casos, indistinguibles de los barrios más difíciles de Chicago. Cadados semanas visitaba la región al sur de la ciudad; algunas veces iba solo, lomás habitual era que fuera acompañado por Jeremiah Posedel o Anita
Decker, los dos talentosos ayudantes que dirigían mis operaciones en lazona.Cuando hablaba con los votantes en los primeros tiempos de mi campañasolía abordar los asuntos en torno a los que giraba mi candidatura, comoacabar con las exenciones de impuestos a las empresas que estabantrasladando empleos al extranjero, promover las energías renovables ofacilitar el acceso de los jóvenes a la universidad. Explicaba por qué mehabía opuesto a la guerra en Irak; agradecía el extraordinario servicio denuestros soldados, pero cuestionaba por qué habíamos empezado una nuevaguerra cuando todavía no habíamos acabado la de Afganistán y Osama binLaden aún estaba huido.Con el tiempo fui centrándome más y más en escuchar. Y cuanto más lohacía, más se abría la gente a mí. Me contaban lo que sentían cuando losdespedían después de toda una vida trabajando, cuando los desahuciaban ocuando tenían que vender la granja familiar. Me contaban que no podíanpermitirse pagar un seguro de salud, y que a veces partían por la mitad laspastillas que les prescribía el médico para intentar que les durasen más.Hablaban de los jóvenes que habían tenido que emigrar porque no habíabuenos trabajos en sus pueblos, o de quienes habían tenido que abandonarla universidad a punto de graduarse porque no podían pagar los gastos dematrícula.Mi discurso dejó de ser una sucesión de tomas de posición sobre diversosasuntos y se convirtió en una crónica de estas voces dispares, un coro deciudadanos de todos los rincones del estado.«Esto es lo que pasa —decía—. La mayoría de las personas, sean dedonde sean y tengan el aspecto que tengan, aspiran a lo mismo. No buscanhacerse multimillonarios. No esperan que otra persona haga lo que puedenhacer por sí mismas.»Pero sí creen que, si están dispuestas a trabajar, deberían poderencontrar un empleo que permita mantener a una familia. Que no deberíanarruinarse solo por haber caído enfermas. Que sus hijos deberían poderrecibir una buena educación, que los prepare para esta nueva economía, ydeberían poder costearse la universidad si se han esforzado para ello.Quieren estar a salvo de delincuentes y terroristas. Y consideran que, trastoda una vida de trabajo, deberían poder jubilarse con dignidad y respeto.»Es básicamente esto. No es tanto. Y, aunque no esperan que el Gobiernoresuelva todos sus problemas, sí saben, en lo más profundo, que bastaría un
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Estados Unidos o para sus vecinos, y que «incluso una guerra exitosa contra
Irak exigirá una ocupación estadounidense del país de duración indefinida,
a un coste indefinido, con consecuencias indefinidas». Concluí sugiriendo
que si el presidente Bush tenía ganas de pelea, debería rematar el trabajo
contra Al Qaeda, dejar de apoyar regímenes represivos, y cortar la
dependencia de Estados Unidos del petróleo de Oriente Próximo.
Volví a mi asiento. El público aplaudió. Cuando abandoné la plaza,
supuse que mis comentarios serían poco más que una nota al pie. Las
informaciones de prensa apenas habían mencionado mi presencia en el acto.
Tan solo unos meses después de que una coalición liderada por Estados
Unidos empezase a bombardear Bagdad, los demócratas comenzaron a dar
la espalda a la guerra en Irak. A medida que aumentaban el caos y el
número de víctimas, la prensa empezó a hacer preguntas que se deberían
haber planteado desde el principio. Una oleada de activismo de base llevó a
un casi desconocido gobernador de Vermont, Howard Dean, a enfrentarse a
candidatos en las elecciones presidenciales de 2004, como John Kerry, que
habían votado a favor de la guerra en Irak. El breve discurso que di en la
concentración contra la guerra de repente parecía premonitorio y empezó a
circular por internet. Mis jóvenes ayudantes tuvieron que explicarme qué
diablos tenían que ver los «blogs» y «MySpace» con la avalancha de
nuevos voluntarios y donaciones de base que de pronto estábamos
recibiendo.
Ser candidato estaba siendo divertido. En Chicago, pasaba los sábados
sumergiéndome en barrios étnicos —mexicanos, italianos, indios, polacos,
griegos—, comiendo y bebiendo, participando en desfiles, besando bebés y
abrazando abuelas. Los domingos asistía a iglesias negras, algunas de las
cuales eran modestos edificios metidos con calzador entre salones de uñas y
garitos de comida rápida, y otras, en cambio, gigantescas megaiglesias con
zonas de estacionamiento del tamaño de campos de fútbol. Iba saltando de
unos extrarradios a otros, desde la arbolada North Shore con todas sus
mansiones hasta pueblos situados justo al borde meridional y occidental de
la ciudad, a los que la pobreza y los edificios abandonados hacían, en
algunos casos, indistinguibles de los barrios más difíciles de Chicago. Cada
dos semanas visitaba la región al sur de la ciudad; algunas veces iba solo, lo
más habitual era que fuera acompañado por Jeremiah Posedel o Anita