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Una-tierra-prometida (1)

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las operaciones por venta propia tenía sentido. Sin embargo, cuando

comenté la idea con Tim y Larry, se mostraron escépticos y dijeron que

sería difícil de poner en práctica y que podía infringir servicios legítimos

que los bancos ofrecían a sus clientes. Para mí, su postura sonaba poco

sólida —fue una de las pocas veces durante nuestro trabajo juntos en las

que sentí que mostraban más simpatía por la perspectiva del sistema

financiero que por la que justificaban los hechos— y les presioné con el

asunto durante semanas. A comienzos de 2010, cuando a Tim empezó a

preocuparle cada vez más que empezara a decaer el ímpetu de la reforma de

Wall Street, me recomendó que hiciéramos una versión de la regla Volcker

para nuestro paquete legislativo.

«Si nos ayuda a que se apruebe el proyecto de ley —dijo Tim— podemos

encontrar una manera de que funcione.»

Para Tim aquello fue una rara concesión a la perspectiva política. Axe y

Gibbs, que llevaban llenándome el buzón de correo con sondeos que

demostraban que el 60 por ciento de los votantes pensaban que mi

Administración había sido demasiado amistosa con los bancos, estaban

encantados con la noticia; sugirieron que anunciáramos la propuesta en la

Casa Blanca con Volcker. Yo pregunté si creían que la gente iba a

comprender un cambio de reglas tan complejo.

«No hace falta que lo entiendan —dijo Gibbs—. Si los bancos lo odian,

pensarán que es algo bueno.»

Con los parámetros básicos de nuestra legislación ya preparados,

conseguir que se aprobara quedó en el terreno del presidente del Comité de

la Cámara sobre Servicios Financieros, Barney Frank, y el presidente del

Comité del Senado sobre Asuntos Bancarios, Chris Dodd, ambos veteranos

con veintinueve años en el Congreso. Era una pareja improbable. Barney se

había labrado su reputación como un infatigable liberal y primer miembro

del Congreso en reconocer que era gay. Sus gafas gruesas, trajes

desaliñados y su fuerte acento de New Jersey le daban un aire de clase

trabajadora, y era tan duro, inteligente y sabio como el que más en el

Congreso, con una inteligencia rápida y mordaz que le convertía en el

favorito de los periodistas y en una tortura para sus oponentes políticos.

(Barney participó una vez en una de mis clases cuando yo era estudiante en

la Escuela de Derecho de Harvard y me echó la bronca por hacer lo que él

consideró una pregunta estúpida, aunque a mí no me pareció que lo fuera

tanto. Por fortuna, no recordaba nuestro primer encuentro.)

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