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Una-tierra-prometida (1)

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El proceso de aprobar la ley de reforma de Wall Street en el Congreso no

fue menos laborioso que nuestras aventuras con la Ley de Protección al

Paciente y Cuidado de Salud Asequible, pero no recibió, ni de lejos, la

misma atención. En parte tenía que ver con el tema implicado. Hasta el

intento de los miembros y grupos de interés de acabar con la legislación

tuvo un perfil relativamente bajo, no querían parecer defensores de Wall

Street tan poco tiempo después de la crisis, y la mayoría de los puntos más

interesantes del proyecto de ley eran demasiado complejos para captar el

interés de la prensa popular.

Un asunto que sí acaparó titulares implicaba la propuesta del

expresidente de la Reserva Federal Paul Volcker de prohibir a los bancos

asegurados por la Corporación Federal de Seguro de Depósitos operar por

cuenta propia o con sus propios hedge funds o fondos de capital privado.

Según Volcker, ese tipo de provisiones ofrecían una manera sencilla de

recobrar algunos de los límites prudenciales que la Ley Glass-Steagall había

puesto a los bancos comerciales. Antes de que lo supiéramos, nuestra

intención de incluir la «regla Volcker» en nuestra legislación se convirtió en

una prueba de fuego para mucha gente de la izquierda para ver si la reforma

de Wall Street iba en serio. Volcker, un hombre brusco, fumador de puros,

economista de formación y de dos metros de altura, era un héroe inesperado

para los progresistas. En 1980, como presidente de la Reserva Federal,

había aumentado las tasas de interés a un inédito 20 por ciento para acabar

con lo peor de una feroz inflación en Estados Unidos con el resultado de

una recesión brutal y de una tasa de paro del 10 por ciento. La dolorosa

medicina de la Reserva Federal enfureció en su momento a los sindicatos y

a muchos demócratas, pero, por otro lado, no solo aplacó la inflación, sino

que ayudó a abonar el terreno para un crecimiento estable de la economía

entre 1980 y 1990, convirtiendo a Volcker en una figura reverenciada tanto

en Nueva York como en Washington.

Durante los últimos años, Volcker se había vuelto abiertamente crítico

con los peores excesos de Wall Street, ganándose así algunos amigos

liberales. Apoyó pronto mi campaña, y llegué a valorar tanto su consejo que

le nombré presidente de un grupo consultivo sobre la crisis económica. Con

su actuación sensata y su creencia en la eficiencia del libre mercado, en las

instituciones públicas y en el bien común, tenía algo de anacrónico (a mi

abuela le habría gustado), y después de escucharle en una reunión privada

en el despacho Oval, me quedé convencido de que su propuesta de reducir

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