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Una-tierra-prometida (1)

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Tras haber firmado una legislación para reformar la industria de las

tarjetas de crédito, mi equipo y yo coincidimos en que la fase posterior a la

crisis nos ofrecía una oportunidad única para progresar en el frente de la

protección del consumidor. Fue entonces cuando a la profesora de la

Escuela de Derecho de Harvard y experta en bancarrotas, Elizabeth Warren,

se le ocurrió una idea que podía producir el tipo de impacto que estábamos

buscando: una nueva agencia para la protección financiera del consumidor

que apuntalara ese parcheado de refuerzos estatales y regulaciones federales

ya existentes y blindara a los consumidores de productos financieros

cuestionables de la misma manera que la Comisión de Seguridad de

Productos del Consumidor mantenía fuera de las estanterías productos de

mala calidad o peligrosos para el consumidor.

Yo admiraba mucho la obra de Warren, un sentimiento que había

comenzado en 2003 con la publicación de su libro La trampa de los dos

sueldos , en el que ella y su coautora, Amelia Tyagi, ofrecían una incisiva y

apasionada descripción de las presiones crecientes a las que se enfrentaban

las familias trabajadoras con niños. A diferencia de la mayoría de los

académicos, Warren demostraba un gran talento a la hora de traducir el

análisis financiero en historias que podía comprender la gente corriente.

Desde entonces se había manifestado como una de las críticas más efectivas

de la industria financiera, lo que llevó a Harry Reid a nombrarla presidenta

del panel del Congreso que supervisó el TARP.

Tim y Larry tenían menos aprecio por Warren que yo; a los dos les había

llamado en repetidas ocasiones para comparecer frente a su comité. Aunque

respetaban su inteligencia y apoyaban su idea de una agencia de protección

financiera del consumidor, les parecía un poco grandilocuente.

—Se le da muy bien lanzarnos puyas —dijo Tim en una de nuestras

reuniones— incluso cuando sabe que no hay ninguna alternativa seria a lo

que estamos haciendo.

Yo le miré fingiendo burlonamente sorpresa.

—Vaya, eso es sorprendente —dije—. ¿Un miembro de un comité de

supervisión que se luce a tu costa? Rahm, ¿alguna vez habías escuchado

algo así?

—No, señor presidente —dijo Rahm—, es indignante.

Hasta Tim tuvo que sonreír.

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