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Una-tierra-prometida (1)

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innovación, seguía el razonamiento, y los ciclos de prosperidad y

contracción —con sus correspondientes oscilaciones entre euforia y pánico

irracionales— eran rasgos inherentes no solo al capitalismo moderno, sino

también a la psique humana. Como no era ni posible ni deseable eliminar

todo el riesgo de los inversores y las empresas, los objetivos de la reforma

se podían definir en pocas palabras: poner vallas de contención alrededor

del sistema para reducir las prácticas más arriesgadas, garantizar la

transparencia de las operaciones de las instituciones más importantes y

«asegurar el sistema para que no fracase», como dijo Larry, con el fin de

que tanto los individuos como las instituciones financieras que hicieran

malas jugadas no arrastraran a todos con ellos.

Para la mayoría de la izquierda, aquella reforma tan focalizada se

quedaba tristemente corta con respecto a lo que era necesario, y lo único

que conseguiría sería posponer un ajuste de cuentas retrasado desde hacía

mucho que había fracasado a la hora de servir a los intereses de los

estadounidenses de a pie. Acusaban de algunas de las problemáticas

tendencias de la economía a un sector abotargado y moralmente turbio,

tanto si se trataba de la preferencia del mundo corporativo por los recortes y

los despidos, en lugar de las inversiones a largo plazo para lograr enormes

beneficios inmediatos; como del uso de las adquisiciones financiadas con

deuda de fondos de inversión para desguazar otras empresas y revenderlas

por partes para obtener un beneficio inmerecido, o del constante incremento

de la desigualdad de ingresos y la contracción de la porción de impuestos

que pagaban los superricos. Para reducir esos efectos distorsionadores y

detener el frenesí especulativo que con tanta frecuencia acababa desatando

crisis financieras, nos urgía considerar una renovación más radical de Wall

Street. Las reformas que ellos preferían eran poner un límite al tamaño de

los bancos en Estados Unidos y reestablecer la Ley Glass-Steagall, una

política de la época de la Gran Depresión que había prohibido a los bancos

asegurados por la Corporación Federal de Seguro de Depósitos hacer banca

de inversión, y que había sido derogada en su mayor parte durante la

Administración Clinton.

En muchos sentidos, esas divisiones internas en el partido sobre la

regulación financiera me recordaban al debate sobre la sanidad, cuando los

defensores del sistema de pagador único habían rechazado el acuerdo frente

al sistema existente de seguros privados como si se tratara de una traición.

E igual que en el debate sobre la sanidad, yo sentía cierta simpatía por las

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