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Una-tierra-prometida (1)

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resultar en la pena capital o una ampliación del límite exento en el impuesto

sobre la renta, lo que reforzó mis credenciales como parlamentario eficaz.

Además, el panorama político nacional se inclinó a mi favor. En octubre

de 2002, antes incluso de que hiciese pública mi candidatura, me habían

invitado a hablar en una concentración en el centro de Chicago contra la

inminente invasión estadounidense de Irak. Para alguien que estaba a punto

de presentar su candidatura al Senado, las implicaciones políticas de esta

invitación eran poco claras. Tanto Axe como Dan pensaban que adoptar una

postura clara e inequívoca contra la guerra ayudaría en unas primarias

demócratas; otros advertían que, dado el estado anímico del país tras el 11-

S (entonces las encuestas reflejaban que hasta el 67 por ciento de los

estadounidenses estaban a favor de actuar militarmente contra Irak), la

probabilidad de un éxito militar, al menos a corto plazo, y mi apellido y

ascendencia, ya de por sí complicados, la oposición a la guerra podría

lastrar mi candidatura cuando llegasen las elecciones.

«A Estados Unidos le gusta machacar enemigos», me advirtió un amigo.

Estuve algo más de un día dándole vueltas a la cuestión, y decidí que esta

era mi primera prueba: ¿llevaría una campaña como la que me había

prometido a mí mismo? Redacté un breve discurso, de cinco o seis minutos

y, satisfecho porque reflejaba mis sinceras creencias, me fui a la cama sin

enviárselo al equipo para que lo revisasen. El día de la concentración, más

de mil personas se habían congregado en Daley Plaza, con Jesse Jackson

como cabeza de cartel. Hacía frío y viento racheado. Hubo unos pocos

aplausos, amortiguados por los guantes y mitones, cuando se anunció mi

nombre y subí hasta el micrófono.

«Permítanme que comience diciendo que, aunque este acto se ha

presentado como una concentración contra la guerra, me presento ante

ustedes como alguien que no se opone a la guerra en todas las

circunstancias.»

Se hizo el silencio en la multitud, que dudaba de adónde iría a parar.

Describí la sangre derramada para preservar la Unión y dar lugar a un

renacimiento de la libertad; el orgullo que sentía hacia mi abuelo porque se

había presentado voluntario para combatir tras el ataque a Pearl Harbor; mi

apoyo a nuestras acciones militares en Afganistán y mi propia disposición a

empuñar las armas para evitar otro 11-S. «No me opongo a todas las guerras

—dije—. A lo que me opongo es a una guerra estúpida.» A continuación,

argumenté que Sadam Husein no suponía ninguna amenaza inminente para

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