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Una-tierra-prometida (1)

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Había momentos en que realmente se estaba bien, noches en las que los

dos nos acurrucábamos bajo una manta y veíamos un programa de la tele,

tardes de domingo en las que bailábamos sobre la alfombra con las niñas y

con Bo y llenábamos la segunda planta de la residencia con nuestras risas.

Pero lo más habitual, sin embargo, era que Michelle se retirara a su estudio

cuando acababa la cena y que yo cruzara el amplio vestíbulo rumbo a la

sala de los Tratados. Cuando acababa de trabajar, ella ya estaba dormida.

Me desvestía, me lavaba los dientes y me metía bajo las sábanas, tratando

de no despertarla. Y aunque muy rara vez tuve problemas para dormir

mientras estaba en la Casa Blanca —llegaba tan cansado que a los cinco

minutos de posar la cabeza sobre la almohada ya me había quedado

dormido— había noches en las que, tendido al lado de Michelle en la

oscuridad, pensaba en la época en que todo entre nosotros era más ligero,

cuando su sonrisa era más habitual o nuestro amor estaba menos cargado, y

se me encogía el corazón ante el pensamiento de que tal vez esos días no

iban a regresar jamás.

Me hace preguntarme ahora, con el beneficio de la retrospectiva, si la de

Michelle era la respuesta más honesta a todos esos cambios por los que

estábamos pasando —y si mi aparente tranquilidad a medida que se

superponía una crisis tras otra, mi insistencia en que al final todo iba a

arreglarse, no era más que una forma de protegerme a mí mismo— y

contribuía a su soledad.

Sé que fue más o menos entonces cuando empecé a tener un sueño

recurrente. Me veía en las calles de una ciudad sin nombre, un vecindario

con árboles, escaparates, semáforos. Era un día cálido y agradable, con una

suave brisa, y la gente estaba de compras, paseando al perro o regresando a

casa del trabajo. En una variante del sueño yo iba en bicicleta, pero casi

siempre iba a pie, dando un paseo, sin pensar en nada en particular, cuando

de pronto me daba cuenta de que nadie me reconocía. Mi servicio de

seguridad había desaparecido. No tenía que estar en ninguna parte. Mis

decisiones no tenían consecuencias. Entraba en una tienda de la esquina y

compraba una botella de agua o de té helado, y charlaba de cualquier cosa

con la persona que estaba en el mostrador. Me sentaba en un banco cercano,

abría mi bebida, le daba un sorbo y me dedicaba a observar la vida pasar.

Me sentía como si hubiera ganado la lotería.

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