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Una-tierra-prometida (1)

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intercambiar alegres comentarios punzantes en los programas nocturnos de

la televisión como invitada, la gente parecía irresistiblemente atraída por su

autenticidad y su calor, por su sonrisa y su rápido ingenio. De hecho, se

podía decir con justicia que, a diferencia de mí, no había dado un solo paso

en falso ni una nota desafinada desde el mismo instante en que habíamos

llegado a Washington.

Y aun así, a pesar de todo el éxito y la popularidad de Michelle, no

paraba de sentir una tensión subyacente en ella, algo sutil pero constante,

como el traqueteo lejano de una máquina oculta. Era como si, confinadas

igual que nosotros en la Casa Blanca, todas sus fuentes de frustración

previas se hubiesen concentrado aún más, se hubiesen hecho más vívidas,

tanto si se trataba de mi ensimismamiento constante con el trabajo, o la

forma en que la política exponía a nuestra familia a un escrutinio y ataques

constantes, o la tendencia tanto de amigos como de los miembros de nuestra

familia de tratarla como si su papel fuera de una importancia secundaria.

Más que nada, la Casa Blanca le recordaba a diario que había aspectos

fundamentales de su vida que ya no estaban bajo su control. Con quién

pasaba el tiempo, adónde íbamos de vacaciones, dónde viviríamos tras las

elecciones de 2012 y hasta la seguridad de la familia; todas esas cosas

dependían ahora hasta cierto punto de lo bien que yo hiciera mi trabajo, de

lo que hiciera o dejara de hacer el personal del Ala Oeste, de los caprichos

de los votantes, de los medios, de Mitch McConnell, de las cifras de empleo

o de algún episodio absolutamente imprevisible que hubiera sucedido en la

otra punta del mundo. Ya nada era inamovible. Ni siquiera estaba cerca de

serlo. Por ese motivo, consciente o inconscientemente, había una parte de

ella que permanecía alerta, no importaban los pequeños triunfos o alegrías

que pudieran traer ese día, semana o mes, ella esperaba atenta al siguiente

giro de la rueda, dándose ánimos frente a la desgracia.

Muy rara vez Michelle compartía esos sentimientos conmigo. Era

consciente de la carga que llevaba encima y no veía motivos para añadir

más peso; en cuanto al futuro más predecible, no había demasiadas cosas

que yo pudiera hacer para que cambiaran nuestras circunstancias. Tal vez

dejó de hablar porque sabía que yo intentaría razonar sus miedos, o de

tranquilizarla de alguna manera intrascendente, o que le sugeriría que lo

único que necesitaba era cambiar de actitud.

Si yo estaba bien, ella también debería estarlo.

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