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Una-tierra-prometida (1)

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normal, como me hicieron recordar el año siguiente cuando, al más puro

estilo de Washington, unos cuantos padres de un equipo rival de Sidwell se

empezaron a quejar a los entrenadores de Las Víboras, y supuestamente

también a la escuela, de que Reggie y yo no ofrecíamos sesiones de

entrenamiento a las otras niñas. Les explicamos que nuestros

entrenamientos no tenían nada de especial —que no eran más que una

excusa para pasar un poco más de tiempo con Sasha— y sugerí que tal vez

otros padres podían organizar también sus propios entrenamientos. Pero

cuando se aclaró que las quejas no tenían nada que ver con el baloncesto

(«Deben de pensar que si las entrenas tú es algo que podrán poner en la

solicitud para la Universidad de Harvard», se burlaba Reggie) y los

entrenadores de Las Víboras empezaron a sentirse presionados, decidí que

tal vez era mejor para todos si me limitaba a ser un simple fan.

A pesar de un par de irritantes incidentes de ese estilo, no había forma de

negar que nuestro estatus de primera familia nos concedía ciertos

beneficios. Los museos de alrededor de la ciudad nos dejaban hacer visitas

fuera de horario para que evitáramos las multitudes (Marvin y yo aún nos

reímos de una ocasión en la que decidió colocarse estratégicamente frente a

un enorme cuadro muy detallado de un hombre desnudo en la Corcoran

Gallery para que no lo vieran las niñas) y la Motion Picture Association nos

mandaba DVD con los estrenos. Le dimos mucho uso al cine de la Casa

Blanca, aunque los gustos de Michelle y los míos casi nunca coincidían:

ella prefería las comedias románticas, mientras mis películas favoritas,

según su descripción, iban casi siempre de «algo terrible que les pasa a unas

personas que finalmente acababan muriendo».

El increíble equipo de la Casa Blanca también facilitaba que

entretuviéramos a nuestros invitados. No teníamos que preocuparnos, como

suelen hacer los padres de niñas pequeñas, de reunir fuerzas tras una larga

semana de trabajo para hacer la compra, cocinar o limpiar una casa por la

que parece que acaba de pasar un tornado. Junto a las reuniones de fin de

semana con nuestro habitual círculo de amigos, empezamos a organizar

pequeñas cenas en la residencia cada varios meses, invitando a artistas,

escritores, académicos, hombres de negocios y otras personas con las que

nos íbamos cruzando y a las que queríamos conocer mejor. Por lo general

las cenas duraban hasta bien pasada la medianoche y estaban repletas de

conversaciones animadas por el vino. A veces resultaban inspiradoras (Toni

Morrison, majestuosa y malvada a la vez, describiendo su amistad con

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