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Una-tierra-prometida (1)

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desaliento y me habitué entonces a jugar una partida de billar con Sam

Kass.

Nos encontrábamos en la tercera planta de la residencia después de cenar,

cuando Michelle y yo ya habíamos repasado el día y Sam había terminado

de limpiar la cocina. Ponía algo de Marvin Gaye o de OutKast o de Nina

Simone de mi iPod, y el que había perdido la noche anterior abría la partida.

Durante la siguiente media hora o algo así jugábamos. Sam me contaba

algún chisme de la Casa Blanca o me pedía consejo sobre su vida amorosa.

Yo le comentaba algo gracioso que habían dicho las niñas o despotricaba un

rato de la política. La mayoría de las veces, sin embargo, hablábamos de

tonterías e intentábamos bolas imposibles, el sonido del inicio de la partida

o el golpe suave de la bola al entrar en la tronera me aclaraba la mente antes

de ir a la sala de los Tratados para terminar mi tarea nocturna.

Al principio el billar me daba también una excusa para escabullirme y

fumarme un cigarrillo en el rellano de la tercera planta. Pero esas escapadas

se acabaron cuando dejé de fumar, justo después de que se aprobara la Ley

de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible. Elegí ese día

porque me gustaban los gestos simbólicos, pero ya había tomado la decisión

algunas semanas antes, cuando Malia me olió el aliento a tabaco, frunció el

ceño y me preguntó si había estado fumando. Ante la perspectiva de mentir

a mi hija o instaurar un mal ejemplo, llamé al médico de la Casa Blanca y le

pedí una caja de chicles de nicotina. Y funcionó, porque desde entonces no

he vuelto a encender un cigarrillo. Aunque al final acabé reemplazando una

adicción por otra: cuando pienso en mi época en el cargo, recuerdo que

estaba mascando chicle sin parar, tenía paquetes de chicles vacíos saliendo

constantemente de los bolsillos y dejaba un rastro de envoltorios en el

suelo, bajo mi mesa o entre los cojines del sofá.

El baloncesto me ofrecía otro refugio seguro. Cuando me lo permitía mi

horario, Reggie Love reunía a algunos de sus colegas y organizaba un

partido de fin de semana en un campo cubierto en la base del ejército de

Fort McNair, en los cuarteles generales del FBI o en el Departamento del

Interior. Corríamos sin parar —con un par de excepciones, la mayoría de

los habituales eran antiguos jugadores de primera división universitaria

entre veintimuchos y treinta y pocos años— y aunque odie tener que

admitirlo, yo era de los peores jugadores en la cancha. Aun así, mientras no

intentara hacer más de la cuenta lo llevaba bien, robaba alguna bola, le

facilitaba el juego al mejor de nuestro equipo, intentaba un tiro cuando

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