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Una-tierra-prometida (1)

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hacia el Marine One, con los hombros caídos y la mirada gacha, el rostro

cansado y fruncido por las cargas de mi puesto.

Estar en el tonel sacaba a relucir permanentemente la versión más triste

de mí mismo.

De hecho, la vida tal y como la estaba experimentando no parecía tan

nefasta ni mucho menos. Al igual que todo mi equipo, podría haber

dormido más. Todos los días tenía mi cuota de cosas que se agravaban,

preocupaciones y decepciones. Me ponían nervioso los errores que cometía

y las cuestiones estratégicas que no salían bien. Había reuniones que me

resultaban temibles, ceremonias que me parecían estúpidas y

conversaciones que habría preferido evitar. Aunque procuraba no gritarle a

la gente, maldecía, me quejaba sin parar y me sentía injustamente difamado

al menos una vez al día.

Pero como también había descubierto durante la campaña, los obstáculos

y las luchas rara vez sacudían lo más profundo de mi ser. Era más probable

que la depresión me invadiera cuando me sentía inútil, sin objetivo; cuando

perdía el tiempo o dejaba pasar oportunidades. Incluso en mis peores días

como presidente, nunca me sentí de ese modo. El trabajo no permitía el

aburrimiento ni la parálisis existencial, y cuando me sentaba con mi equipo

para tratar de encontrar la solución a un problema enrevesado, normalmente

salía con más energía que exhausto. Cada viaje que hacía — visitar desde

una planta de producción hasta un laboratorio en el que los científicos me

explicaban un avance reciente— era un alimento para mi imaginación. Dar

consuelo a una familia rural que se había tenido que desplazar a causa de

una tormenta o permitirme sentir, aunque fuera un instante, por lo que

habían pasado, hacían que mi corazón se expandiera.

El jaleo de ser presidente, la pompa, la prensa, las restricciones físicas...

podía prescindir de todas esas cosas. ¿Pero el trabajo en sí?

Amaba mi trabajo. Incluso cuando mi trabajo no me amaba a mí.

Al margen del trabajo, trataba de reconciliarme con vivir en una burbuja.

Mantenía mis rituales: por la mañana ejercicio, la cena con la familia, la

tarde para pasear por el jardín Sur. Durante los primeros meses de mi

mandato, esa rutina incluía leer un capítulo de La vida de Pi a Sasha todas

las noches antes de arroparla a ella y a Malia en la cama. Cuando llegó el

momento de decidir cuál era nuestro siguiente libro, Sasha dijo que, al igual

que su hermana, ya era demasiado mayor para que le leyeran. Oculté mi

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