Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
from eimy.yuli.bautista.cruz More from this publisher
07.09.2022 Views

Durante los primeros meses de 2003, me descubrí pensando en él a menudomientras, sentado a mi mesa en la escasamente amueblada sede de mi reciénlanzada campaña al Senado bajo un póster en el que Muhammad Ali seerguía triunfante sobre un derrotado Sonny Liston, intentaba animarme a mímismo para hacer otra llamada a algún donante potencial.Aparte de Dan Shomon y Jim Cauley, un tipo procedente de Kentuckyque habíamos reclutado como director de campaña, nuestro equipo estabaformado en su mayoría por chavales de veintitantos años, de los cuales solopagábamos a la mitad; dos de ellos aún estudiaban en la universidad. Sentíalástima especialmente por la única persona de mi equipo encargada atiempo completo de recaudar fondos, que además tenía que obligarme alevantar el teléfono para que yo pidiera donaciones.¿Iba mejorando en esto de ser político? No estaba seguro. En el primerdebate organizado entre los candidatos, en febrero de 2003, estuve rígido ytorpe, y fui incapaz de conseguir que mi cerebro produjese las frasesordenadas que esos formatos exigían. Pero mi derrota ante Bobby Rush mehabía mostrado claramente qué aspectos debía mejorar: tenía queinteractuar de manera más efectiva con los medios, aprender a comunicarmis ideas en frases concisas. Debía construir una campaña que no girasetanto en torno a informes sobre políticas sino más bien alrededor de laconexión individual con los votantes. Y tenía que recaudar dinero; unmontón de dinero. Realizamos varias encuestas, que parecían confirmar quepodía ganar, pero solo si conseguía mejorar mi visibilidad a base decostosos anuncios de televisión.Pero en la misma medida en que mi campaña al Congreso había sidomalhadada, esta fue afortunada. En abril, Peter Fitzgerald decidió nopresentarse a la reelección. Carol Moseley Braun, que con todaprobabilidad se habría hecho con la nominación demócrata para su antiguoescaño, había optado inexplicablemente por presentarse a presidenta, lo quedejó la pugna abierta por completo. En unas primarias contra otros seisdemócratas, me dediqué a sumar respaldos de sindicatos y miembrospopulares de nuestra delegación en el Congreso, lo que contribuyó aapuntalar mi base electoral entre los progresistas y al sur de Chicago. Conla ayuda de Emil y de una mayoría demócrata en el Senado estatal,encabecé la aprobación de una serie de proyectos de ley, como una queexigía la grabación en vídeo de los interrogatorios en casos que pudieran

resultar en la pena capital o una ampliación del límite exento en el impuestosobre la renta, lo que reforzó mis credenciales como parlamentario eficaz.Además, el panorama político nacional se inclinó a mi favor. En octubrede 2002, antes incluso de que hiciese pública mi candidatura, me habíaninvitado a hablar en una concentración en el centro de Chicago contra lainminente invasión estadounidense de Irak. Para alguien que estaba a puntode presentar su candidatura al Senado, las implicaciones políticas de estainvitación eran poco claras. Tanto Axe como Dan pensaban que adoptar unapostura clara e inequívoca contra la guerra ayudaría en unas primariasdemócratas; otros advertían que, dado el estado anímico del país tras el 11-S (entonces las encuestas reflejaban que hasta el 67 por ciento de losestadounidenses estaban a favor de actuar militarmente contra Irak), laprobabilidad de un éxito militar, al menos a corto plazo, y mi apellido yascendencia, ya de por sí complicados, la oposición a la guerra podríalastrar mi candidatura cuando llegasen las elecciones.«A Estados Unidos le gusta machacar enemigos», me advirtió un amigo.Estuve algo más de un día dándole vueltas a la cuestión, y decidí que estaera mi primera prueba: ¿llevaría una campaña como la que me habíaprometido a mí mismo? Redacté un breve discurso, de cinco o seis minutosy, satisfecho porque reflejaba mis sinceras creencias, me fui a la cama sinenviárselo al equipo para que lo revisasen. El día de la concentración, másde mil personas se habían congregado en Daley Plaza, con Jesse Jacksoncomo cabeza de cartel. Hacía frío y viento racheado. Hubo unos pocosaplausos, amortiguados por los guantes y mitones, cuando se anunció minombre y subí hasta el micrófono.«Permítanme que comience diciendo que, aunque este acto se hapresentado como una concentración contra la guerra, me presento anteustedes como alguien que no se opone a la guerra en todas lascircunstancias.»Se hizo el silencio en la multitud, que dudaba de adónde iría a parar.Describí la sangre derramada para preservar la Unión y dar lugar a unrenacimiento de la libertad; el orgullo que sentía hacia mi abuelo porque sehabía presentado voluntario para combatir tras el ataque a Pearl Harbor; miapoyo a nuestras acciones militares en Afganistán y mi propia disposición aempuñar las armas para evitar otro 11-S. «No me opongo a todas las guerras—dije—. A lo que me opongo es a una guerra estúpida.» A continuación,argumenté que Sadam Husein no suponía ninguna amenaza inminente para

Durante los primeros meses de 2003, me descubrí pensando en él a menudo

mientras, sentado a mi mesa en la escasamente amueblada sede de mi recién

lanzada campaña al Senado bajo un póster en el que Muhammad Ali se

erguía triunfante sobre un derrotado Sonny Liston, intentaba animarme a mí

mismo para hacer otra llamada a algún donante potencial.

Aparte de Dan Shomon y Jim Cauley, un tipo procedente de Kentucky

que habíamos reclutado como director de campaña, nuestro equipo estaba

formado en su mayoría por chavales de veintitantos años, de los cuales solo

pagábamos a la mitad; dos de ellos aún estudiaban en la universidad. Sentía

lástima especialmente por la única persona de mi equipo encargada a

tiempo completo de recaudar fondos, que además tenía que obligarme a

levantar el teléfono para que yo pidiera donaciones.

¿Iba mejorando en esto de ser político? No estaba seguro. En el primer

debate organizado entre los candidatos, en febrero de 2003, estuve rígido y

torpe, y fui incapaz de conseguir que mi cerebro produjese las frases

ordenadas que esos formatos exigían. Pero mi derrota ante Bobby Rush me

había mostrado claramente qué aspectos debía mejorar: tenía que

interactuar de manera más efectiva con los medios, aprender a comunicar

mis ideas en frases concisas. Debía construir una campaña que no girase

tanto en torno a informes sobre políticas sino más bien alrededor de la

conexión individual con los votantes. Y tenía que recaudar dinero; un

montón de dinero. Realizamos varias encuestas, que parecían confirmar que

podía ganar, pero solo si conseguía mejorar mi visibilidad a base de

costosos anuncios de televisión.

Pero en la misma medida en que mi campaña al Congreso había sido

malhadada, esta fue afortunada. En abril, Peter Fitzgerald decidió no

presentarse a la reelección. Carol Moseley Braun, que con toda

probabilidad se habría hecho con la nominación demócrata para su antiguo

escaño, había optado inexplicablemente por presentarse a presidenta, lo que

dejó la pugna abierta por completo. En unas primarias contra otros seis

demócratas, me dediqué a sumar respaldos de sindicatos y miembros

populares de nuestra delegación en el Congreso, lo que contribuyó a

apuntalar mi base electoral entre los progresistas y al sur de Chicago. Con

la ayuda de Emil y de una mayoría demócrata en el Senado estatal,

encabecé la aprobación de una serie de proyectos de ley, como una que

exigía la grabación en vídeo de los interrogatorios en casos que pudieran

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!