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Una-tierra-prometida (1)

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No era la primera vez que Valerie comentaba lo poco que la presidencia me

había cambiado. Entendía que lo decía como un cumplido; era su manera de

expresar alivio de que no me hubiera vuelto demasiado arrogante, no

hubiera perdido el sentido del humor o me hubiera convertido en un cretino

amargado y malhumorado. Pero a medida que se iban alargando la guerra y

la crisis económica y nuestros problemas políticos comenzaron a aumentar,

empezó a preocuparle que yo estuviera un poco demasiado tranquilo, que

estuviera reprimiendo el estrés.

No era la única. Mis amigos empezaron a mandarme notas de ánimo

sombrías y sentidas, como si se acabaran de enterar de que tenía una

enfermedad grave. Marty Nesbitt y Eric Whitaker comentaron la

posibilidad de volar a Washington para ver juntos un partido de baloncesto

(una noche de «chicos», dijeron, para distraerme un poco). Mama Kaye,

que vino de visita, manifestó verdadera sorpresa al ver el buen aspecto que

tenía en persona.

—¿Qué esperabas? —pregunté agachándome para darle un buen abrazo

—, ¿que tuviera un sarpullido por toda la cara? ¿Que se me estuviera

cayendo el pelo?

—Déjalo ya —respondió golpeándome el brazo en broma. Pero se echó

hacia atrás y me miró de la misma forma en que lo había hecho Valerie,

buscando señales—. Sencillamente supuse que te iba a encontrar más

cansado. ¿Comes bien?

Sorprendido por tanta atención, se me ocurrió comentárselo un día a

Gibbs. Se atragantó. «Déjame decirte una cosa, jefe —comentó—. Si te

vieras en la televisión, tú también te preocuparías por ti.» Sabía a lo que se

refería: cuando te conviertes en presidente, la percepción que tiene la gente

de ti —y hasta las personas que mejor te conocen— está inevitablemente

influenciada por los medios. Lo que no había llegado a entender del todo,

sin embargo, no al menos hasta que examiné unas cuantas emisiones de

telediarios, era cómo las imágenes que los productores usaban para las

noticias sobre mi Administración habían cambiado últimamente. Cuando

nos iba bien, hacia el final de la campaña y el principio de la presidencia, la

mayoría de las imágenes me mostraban activo y sonriente, dándole la mano

a la gente o hablando ante escenarios especulativos, con mis gestos y

expresiones faciales rebosantes de energía y poder. Ahora que la mayoría de

las historias eran negativas, aparecía una versión diferente de mí:

envejecido, paseando solo por la columnata Oeste o cruzando el jardín Sur

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