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Una-tierra-prometida (1)

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se sintieran rebajadas e ignoradas y fueran cada vez más reacias a dar sus

opiniones. Y aunque muchas de las mujeres me dijeron que apreciaban el

grado en que les pedía activamente sus opiniones durante las reuniones, y

aunque no dudaban de que respetaba sus trabajos, sus relatos me obligaron

a mirarme en el espejo y a preguntarme hasta qué punto mi propia

inclinación al machismo —mi tolerancia a un ambiente un poco agresivo en

las reuniones o el placer que me generaban las luchas verbales— habían

contribuido a su incomodidad.

No puedo decir que esa noche se comentaran todos los problemas («no es

fácil resolver el patriarcado en una sola cena», le dije luego a Valerie), ni

tampoco garantizar, por ejemplo, que mis periódicas charlas con los

miembros negros, latinos, asiáticos y americanos nativos del equipo les

hacían sentir siempre integrados. Sé que cuando hablé con Rahm y otros

hombres del equipo sénior sobre los sentimientos de sus colegas femeninas,

se quedaron sorprendidos, se sintieron humillados y prometieron

enmendarse. Las mujeres, por su parte, se tomaron a pecho mi sugerencia

de ser más reivindicativas en las discusiones («¡Si alguien os pisa mientras

estáis hablando, decidles que no habéis terminado!») no solo por su propia

salud mental sino porque eran expertas y perspicaces, y yo necesitaba saber

lo que tenían que decir si quería hacer bien mi trabajo. Unos meses más

tarde, cuando íbamos juntos por el Ala Oeste hacia el edificio Eisenhower,

Valerie me comentó que había percibido cierta mejora en la forma en que

interactuaba el equipo.

—¿Cómo lo llevas tú? —me preguntó.

Me detuve en lo alto de las escaleras del edificio Eisenhower para buscar

en los bolsillos las notas para la reunión a la que iba a asistir.

—Yo bien —dije.

—¿Seguro? —insistió, entrecerrando los ojos como si escrutara mi rostro

como un médico cuando examina los síntomas de su paciente. Encontré lo

que buscaba y reanudé la marcha.

—Sí, estoy seguro —dije—. ¿Por qué? ¿Te parezco diferente?

Valerie negó con la cabeza.

—No —dijo—. Me parece que estás exactamente igual. Eso es lo que no

entiendo.

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